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Kyrie Eleison, cantó el coro.

«Señor, ten piedad de nosotros», rezó Barbara Cavanaugh.

«Salva a mi cordero», suplicó Catherine.

«Huye, bobo, huye de él», gritó Michael mentalmente.

*****

Jimmy Siddons estaba loco. Brian nunca había visto a nadie correr tanto. No sabía muy bien qué ocurría, pero debía de haber alguien siguiéndolos.

Apartó por un instante la vista del camino y miró a Jimmy. Había sacado el arma. Sintió que forcejeaba con su cinturón de seguridad y se lo soltaba. Después pasó el brazo por delante de Brian y le abrió la portezuela. Brian sintió una ráfaga de aire frío.

Se quedó paralizado de miedo por un momento, pero enseguida se incorporó y se sentó muy erguido. Se dio cuenta de qué iba a pasar: Jimmy dispararía contra él y arrojaría su cuerpo del coche de un empujón.

Debía huir. Todavía tenía la medalla apretada en la mano derecha. Sintió que Jimmy le clavaba el arma en el costado izquierdo y lo empujaba hacia la portezuela abierta y la calle, que pasaba veloz por debajo del coche.

Se cogió al cinturón de seguridad con la mano izquierda mientras agitaba con fuerza la derecha. La medalla voló, colgada de la cadena, y golpeó a Jimmy en el rostro, justo en el ojo izquierdo.

Jimmy gritó, soltó el volante e, instintivamente, pisó el pedal del freno. Al llevarse la mano al ojo, la pistola se le disparó y la bala silbó junto a la oreja de Brian. El vehículo, fuera de control, empezó a girar como un trompo.

Se subió al bordillo, entró en un jardín y chocó contra un arbusto. Sin parar de girar, arrastró el arbusto por el jardín y volvió al borde de la calzada.

Jimmy maldecía, con una mano en el volante y la otra empuñando el arma. Le entraba sangre en el ojo de un arañazo que le cruzaba la frente y la mejilla.

«Vete, vete». Brian oyó la orden en su cabeza como si alguien se la gritara. En el momento en que una segunda bala le pasaba por encima del hombro, agachó la cabeza, saltó por la portezuela y rodó sobre el jardín cubierto de nieve.

—¡Dios mío, el niño está fuera del coche! —exclamó Chris. Apretó el pedal del freno; el coche patinó y se detuvo detrás del Toyota—. Se está levantando. ¡Dios mío!

—¿Está herido? —gritó Bud Folney, pero Chris no lo oía. Se encontraba fuera del patrullero y corría hacia el pequeño.

Siddons había retomado el control del Toyota y daba la vuelta, con la clara intención de pasarle a Brian por encima. En lo que le pareció una eternidad, pero que sólo fueron unos segundos, Chris cruzó el espacio entre él y Brian y levantó al chiquillo en brazos.

El Toyota avanzaba veloz contra ellos, con la portezuela todavía abierta y la luz interior encendida, de modo que la maníaca ira de Jimmy Siddons se veía con claridad.

Chris apretó al niño con fuerza contra su pecho, se lanzó hacia un lado y rodó cuesta abajo por una pendiente nevada mientras las ruedas del Toyota pasaban a pocos centímetros de sus cabezas. Al cabo de un instante, con un espantoso ruido de metal y cristales rotos, el vehículo arremetió contra el porche de la casa y volcó.

Por un momento, sólo hubo silencio, y, de repente, el gemido de las sirenas rompió la calma nocturna. Las luces de montones de coches patrulla iluminaron la calle, mientras un enjambre de policías corría para rodear el vehículo volcado. Chris se quedó unos segundos sobre la nieve, abrazando a Brian, mientras oía la confusión de ruidos. En aquel momento, una vocecita aliviada le preguntó:

—¿Es usted San Cristóbal?

—No, pero ahora mismo me siento como si lo fuera, Brian —respondió Chris, emocionado—. Feliz Navidad, hijo.