Michael tenía tanto sueño que lo único que deseaba era apoyarse contra su abuela y cerrar los ojos. Pero todavía no podía hacerlo, al menos hasta estar seguro de que Brian se encontraba a salvo. Se esforzó por reprimir su reciente miedo. «¿Por qué no me dijo que había visto a esa mujer coger el monedero de mamá? Yo hubiese corrido tras ella y lo hubiera ayudado cuando aquel hombre lo pilló».
En ese momento, el cardenal estaba en el altar. Pero cuando terminó la música, en lugar de oficiar la misa, empezó a hablar:
—En esta noche de alegría y esperanza…
A la derecha, Michael vio cámaras de televisión.
Siempre había pensado que sería muy emocionante salir por la tele, pero cada vez que pensaba en ello, las circunstancias que imaginaba tenían algo que ver con un premio o con ser testigo de un acontecimiento importante.
Resultaría divertido. Pero esa noche, cuando él y su madre aparecieron juntos, nada tenía de divertido.
«Fue horrible oír a mamá suplicar para que la gente la ayudara a encontrar a Brian».
—En un año que ha traído tanta violencia contra los inocentes…
Michael se irguió. El cardenal hablaba de ellos; de papá, que estaba enfermo; de Brian, que había desaparecido y creían que se lo había llevado aquel asesino fugitivo.
—La madre, la abuela y el hermano de diez años de Brian Dornan están con nosotros en esta misa. Recemos de manera especial por la pronta recuperación del doctor Thomas Dornan y para que Brian sea hallado sano y salvo.
Michael vio que su madre y su abuela lloraban. Movían los labios, y se dio cuenta de que estaban rezando. Su oración fue el consejo que habría dado a Brian si éste hubiese podido oírlo: «¡Huye, Brian, huye!».
*****
Una vez fuera de la Thruway, Jimmy sintió cierto alivio, a pesar del desagradable presentimiento que tenía de que las cosas empezaban a ir mal.
Se le estaba acabando la gasolina, pero temía detenerse en una estación de servicio con el niño en el coche. Se encontraba en la Carretera 14, que a unos diez kilómetros conectaba con la 20. Y ésta, a su vez, llevaba a la frontera.
Había mucho menos tráfico que en la Thruway. Casi todo el mundo estaba en su casa, durmiendo o preparándose para la Navidad. Era poco probable que alguien lo buscara en aquel lugar. De todas formas, razonó, sería mejor que entrase en alguna calle de Geneva y buscara un lugar donde hubiera un aparcamiento, como una escuela, o un bosque; un sitio donde parar sin que nadie lo viera y hacer lo que tenía que hacer.
Mientras doblaba a la derecha, echó un vistazo por el retrovisor. Su antena registró algo. Pensó que había visto unos faros reflejados en ella mientras doblaba, pero en aquel momento ya no los vio.
«Estoy demasiado alterado», pensó.
Pasada una manzana pareció que hubiera llegado al fin del mundo. Hacia cualquier lugar que mirara, no veía ningún coche. Había entrado en una zona residencial, silenciosa y oscura. Casi todas las casas estaban a oscuras, salvo algunas en que aún brillaban las luces de los árboles de Navidad a través de los arbustos de los jardines cubiertos de nieve.
Jimmy no sabía si el niño estaba dormido o si se lo hacía. Tampoco importaba. Aquélla era la clase de lugar que él necesitaba. Condujo seis manzanas más y encontró lo que buscaba: una escuela, con un sendero largo que conducía hasta un aparcamiento.
Lo recorrió cuidadosamente con la mirada, en busca de algún coche que se acercara o de alguien que caminara por allí. Luego detuvo el coche y abrió la ventanilla y escuchó con atención buscando cualquier indicio de peligro.
Con el frío, su aliento se transformó en vapor al instante. Sólo oyó el ronroneo del motor del Toyota. Fuera todo permanecía tranquilo, silencioso.
A pesar de todo, decidió dar otra vuelta a la manzana, para cerciorarse de que nadie lo seguía.
Mientras pisaba el pedal del acelerador y arrancaba con lentitud, clavó la mirada en el retrovisor. ¡Maldición! ¡Qué razón tenía! Había un coche más atrás, con los faros apagados. También avanzaba, y las luces de un árbol muy iluminado se reflejaron en su techo.
—¡Un coche patrulla! ¡La bofia! ¡Cabrones! ¡Malditos sean! ¡Malditos sean!
Apretó el acelerador. Tal vez aquél fuese su último viaje, pero lo haría en grande.
Bajó la mirada.
—¡Deja de hacerte el dormido! ¡Sé que estás despierto! —gritó a Brian—. ¡Siéntate, maldito seas! Tendría que haberte despachado en cuanto salí de la ciudad, niño mierdoso.
Apretó el pedal del acelerador a fondo. Una ojeada al retrovisor le confirmó que el coche patrulla también había acelerado y ya lo perseguía sin disimulos. Pero, al parecer, había un solo poli dentro.
«Sin duda, Cally había dicho a la bofia que tenía al niño», pensó. Y también les había dicho que lo mataría en cuanto se acercaran a él. Eso explicaba que el poli que llevaba detrás no hubiera intentado detenerlo antes.
Echó un vistazo al velocímetro: ochenta… noventa y cinco… ciento diez. «¡Vaya mierda de coche!», pensó deseando conducir algo más potente que un Toyota. Se inclinó sobre el volante. No podría huir de ellos, pero aún le quedaba una oportunidad.
El tipo que lo perseguía no había recibido refuerzos todavía. ¿Qué haría si veía que disparaba contra el niño y lo tiraba del coche? Se detendría e intentaría auxiliarlo, razonó Jimmy. «Será mejor que lo haga ahora, antes de que tenga tiempo de llamar pidiendo ayuda».
Metió la mano dentro de la chaqueta para sacar el arma. En aquel momento, el coche pasó sobre un trozo de hielo y empezó a patinar. Dejó la pistola en su regazo, giró el volante y consiguió enderezar el vehículo a unos centímetros de un árbol al borde de la acera.
«Nadie conduce mejor que yo —pensó con una sonrisa. Cogió el arma otra vez y le quitó el seguro—. Si el poli frena para ayudar al niño, llegaré a Canadá», se prometió.
Oprimió el botón del cierre centralizado y tendió el brazo por delante del aterrorizado niño para abrir la portezuela de su lado.