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El agente Ortiz acompañó a Catherine, la madre de ésta y Michael a la entrada de la calle Cincuenta de la catedral de San Patricio. Un guardia de seguridad los aguardaba fuera.

—Tenemos asientos para ustedes en la sección reservada, señora —dijo a Catherine mientras le abría la pesada puerta.

El majestuoso sonido de la orquesta encabezada por el órgano y acompañada por el coro llenaba la gran catedral, que estaba repleta de fieles.

Aleluya, aleluya, cantaba el coro.

«Aleluya, aleluya —pensó Catherine—. Dios quiera que esta noche termine así».

Pasaron junto al pesebre. Las figuras de la Virgen, José y los pastores, todas de tamaño natural, rodeaban la cuna de heno vacía. Sabía que la imagen del Niño Jesús sería puesta dentro durante la misa.

El guardia de seguridad les mostró los asientos que tenían en la segunda fila del pasillo central. Catherine indicó a su madre que pasara primero.

—Tú ponte entre nosotras, Michael —susurró a su hijo, porque ella quería estar en el extremo de la fila, para así ver cuándo se abría la puerta.

—Señora Dornan —dijo el agente Ortiz, inclinándose—, vendré en cuanto tengamos noticias. Si no, cuando la misa termine, el guardia los acompañará y yo estaré esperándoles fuera.

—Gracias —respondió Catherine, y se hincó de rodillas.

La música se transformó en un brioso himno triunfal cuando empezó la procesión: coro, acólitos, diácono, sacerdotes y obispos precedían al cardenal, que llevaba el cayado en la mano.

«Cordero de Dios —rezó Catherine—, ten piedad, ten piedad, salva a mi corderito».

*****

El inspector jefe Folney, que seguía con la vista clavada en el mapa de la Thruway en la pared de su oficina, sabía que las posibilidades de encontrar a Brian Dornan con vida disminuían con cada minuto que pasaba. Mort Levy y Jack Shore estaban delante de él, al otro lado del escritorio.

—Canadá —dijo recalcando la palabra—. Se dirige a Canadá, y cada vez está más cerca de la frontera.

Acababan de recibir más noticias de Michigan. Paige Laronde había liquidado todas sus cuentas bancarias al irse de Detroit. Y, en un arranque de confianza, había comentado con otra bailarina que había conocido a un hombre que era un genio en la falsificación de carnés de identidad.

Según el informe, había dicho que, con los papeles que tenía, ella y su novio podían «desaparecer» sin más.

—Si Siddons consigue cruzar la frontera… —murmuró Bud Folney, más para sí que para los otros—. ¿Se sabe algo de los muchachos de la Thruway? —preguntó por tercera vez en quince minutos.

—Nada, señor —respondió Mort en voz baja.

—Llámalos otra vez. Quiero hablar con ellos personalmente. Cuando se enteró por sí mismo a través del supervisor de Chris McNally de que no había novedad, decidió hablar con McNally.

—Sí, como si eso sirviera de mucho… —murmuró Jack Shore a Mort Levy.

Pero antes de que Folney hablara con McNally, entró otra llamada.

—Una buena pista —exclamó un agente que se precipitó en el despacho de Folney—. Un policía de tráfico ha visto a Siddons y al niño hace una hora en un área de descanso de la Carretera 41, en Vermont, cerca de la desembocadura del White River. Dice que el hombre coincide perfectamente con la descripción de Siddons, y que el niño lleva una medalla.

—Olvida a McNally —ordenó Folney tajante—. Quiero hablar con el policía que los vio. Ahora mismo. Llama a la policía de Vermont y que pongan controles en todas las salidas hacia el norte del lugar. Por lo que sabemos, es posible que la chica esté escondida, aguardándolo en alguna casa de campo, a este lado de la frontera.

Mientras esperaba, miró a Mort.

—Llama a Cally Hunter y cuéntale lo que acabamos de saber. Pregúntale si Jimmy ha estado alguna vez en Vermont. Si es así, ¿adónde solía ir? Tal vez se dirija a algún lugar en particular.