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Y los ángeles velando están… Esas palabras familiares parecían burlarse de Catherine, recordándole las fuerzas negativas que amenazaban la complaciente vida feliz que ella había supuesto que tendría siempre. Su marido estaba en el hospital con leucemia. Esa mañana le habían extirpado el bazo, inflamado, como prevención contra una rotura.

Y aunque era pronto para decirlo con certeza, parecía que se recuperaba bien. Sin embargo, Catherine no podía evitar el miedo a perderlo, y la idea de vivir sin él le resultaba casi paralizadora.

«¿Por qué no me di cuenta de que Tom estaba enfermo?», Se preguntó desesperada. Recordó que tan sólo dos semanas antes, cuando ella le pidió que sacara del coche las bolsas de la compra, Tom dudó ante la bolsa más pesada, y luego, con una mueca de dolor, la cogió. Catherine se burló de él.

«Ayer jugaste al golf y hoy te portas como un viejo. ¡Menudo atleta!».

—¿Y Brian? —preguntó Michael después de echar el dólar en la cesta de la cantante.

Catherine, arrancada de sus pensamientos, miró hacia abajo, a su hijo.

—¿Brian? —preguntó distraída—. Estaba aquí. —Miró a su lado y después recorrió el lugar con la mirada—. Tenía un dólar. ¿No ha ido contigo a echarlo en la cesta?

—No —dijo Michael cortante—. Quizá se lo haya guardado. Es un gilipollas.

—No hables así —lo corrigió Catherine mientras miraba a su alrededor, con súbita alarma. —¡Brian, Brian! —llamó. El villancico había terminado y la gente se dispersaba. ¿Dónde estaba Brian? No se habría ido así, sin más.

—¡Brian! —repitió. Aunque ya en voz bastante alta, claramente alarmada. Algunas personas se volvieron hacia ella y la miraron con curiosidad.

—Un niño pequeño —explicó asustada—. Lleva un anorak azul marino y un gorro rojo. ¿Alguien ha visto hacia dónde ha ido? —preguntó con dificultad.

—¿No habrá ido junto al árbol? Quizá ha cruzado la calle para verlo de cerca —sugirió una mujer—. O tal vez se haya dirigido hacia la catedral —se le ocurrió a otra.

—No, no, Brian no hace esas cosas. Íbamos a visitar a su padre y estaba loco por verlo. Mientras lo explicaba, Catherine supo que algo muy grave había pasado. Sintió que las lágrimas le brotaban y rodaban por sus mejillas. Rebuscó en el bolso un pañuelo y se dio cuenta de que faltaba algo: el conocido bulto del monedero.

—¡Dios mío! ¡No tengo el monedero! —exclamó.

—¡Mamá! —Michael había perdido aquel aire de seguridad que se había convertido en su forma de ocultar la preocupación que sentía por su padre. De pronto era un chico de diez años asustado—. Mamá, ¿crees que lo han secuestrado?

—¡Cómo van a secuestrarlo! Nadie ha podido llevárselo a rastras. Es imposible. —Catherine sintió que se le aflojaban las piernas—. ¡Avisen a la policía! —exclamó—. ¡Mi pequeño ha desaparecido!

*****

La estación estaba repleta. Cientos de personas iban de un lado a otro. Había adornos navideños por todas partes, y un bullicio terrible. Ruidos de todo tipo retumbaban por el enorme vestíbulo y rebotaban contra el techo. Un hombre con un montón de paquetes dio un codazo a Brian en el oído.

—Perdona, chico.

Le costaba seguir a la mujer que había cogido el monedero de su madre. La perdía constantemente de vista. Se esforzó por esquivar a una familia con niños que le bloqueaban el paso. Al fin lo consiguió, pero chocó contra una anciana que lo miró de arriba abajo.

—¡Mira por donde andas! —exclamó ella.

—Disculpe —respondió Brian mirándola.

En aquel instante casi perdió a la mujer que seguía, pero volvió a alcanzarla mientras ella bajaba por la escalera y se apresuraba por el largo pasillo que llevaba a la estación de metro. Cuando ella pasó por el molinete, Brian se agachó, pasó por debajo y la siguió hasta el tren.

El vagón iba tan lleno que apenas logró entrar. La mujer estaba de pie, cogida a la barra que recorría el vagón en sentido transversal a los asientos. Brian se situó cerca de ella, y se agarró a una barra. Recorrieron sólo el largo trayecto hasta la siguiente estación donde ella se abrió paso hacia las puertas que se abrían. Había tanta gente que Brian casi se quedó en el tren. Después tuvo que correr para alcanzarla. La siguió mientras la mujer subía por las escaleras que enlazaban con otra línea.

El otro vagón no iba tan lleno. Brian se quedó al lado de una anciana que le recordaba a su abuela. La mujer de gabardina oscura bajó en la segunda estación y él siguió, con la vista fija en la coleta, mientras ella subía casi a la carrera por la escalera de salida a la calle. Emergieron en una esquina muy transitada. Los autobuses circulaban a toda velocidad en ambas direcciones cruzando una avenida antes de que el semáforo se pusiera rojo. Brian se volvió. Por lo que veía, solamente había edificios de apartamentos con cientos de ventanas iluminadas.

La mujer del monedero esperó que cambiara el semáforo para cruzar. Apareció la luz verde y Brian siguió a su presa. Cuando llegaron a la otra acera, ella dobló a la izquierda y caminó deprisa por la acera en pendiente. Brian, detrás de ella, echó una rápida mirada al cartel de la calle. El verano anterior, mientras visitaban a la abuela, su madre había inventado un juego para enseñarle a orientarse en Nueva York.

«La abuela vive en la calle Ochenta y siete. Estamos en la calle Cincuenta. ¿Cuántas manzanas faltan hasta su apartamento?», Le había preguntado. Brian leyó calle Catorce. Debía recordarlo, se recomendó sin perder de vista a la mujer que llevaba el monedero de su madre.

Sintió los copos de nieve sobre el rostro. Empezó a soplar un viento frío que le azotaba las mejillas. Ojalá se encontrara con un policía, para pedirle ayuda, pero ninguno apareció.

De todas formas, sabía lo que tenía que hacer: seguiría a la mujer hasta su casa. Todavía tenía el dólar que su madre le había dado para el violinista. Conseguiría cambio, llamaría a su abuela desde una cabina, y ella mandaría un policía para recuperar el monedero de su madre. «Es un buen plan», pensó. De hecho, estaba seguro de que funcionaría. Tenía que recuperar el monedero, y la medalla que había dentro. Se acordó de cómo su abuela había puesto la medalla en manos de su madre, después de que ésta le hubiera dicho que no serviría para nada.

«Por favor, dásela a Tom y ten fe», dijo la abuela.

La expresión de su rostro era tan tranquila y segura que Brian supo que tenía razón. Cuando él recuperase la medalla y se la dieran a su padre, éste se pondría bien. Brian lo sabía.

La mujer de la coleta empezó a andar más deprisa. Él la siguió mientras cruzaba una calle y caminaba hasta la otra esquina, donde dobló a la derecha.

En la calle en que entraron no había escaparates adornados como en las otras. Algunas zonas estaban tapiadas, los edificios llenos de grafiti y muchas de las farolas, rotas. Cuando Brian pasó, un hombre barbudo, sentado en el bordillo cogido a una botella, tendió la mano.

Por primera vez, Brian se sintió asustado, pero aun así no apartó la mirada de la mujer. La nieve caía más aprisa y la acera se ponía resbaladiza. Se escurrió una vez, pero se las arregló para no caerse. Estaba sin aliento, tratando de no perder de vista a la mujer. ¿Adónde iba?, Se preguntó. Al cabo de cuatro manzanas tuvo la respuesta. Entró en el sendero que llevaba a un viejo edificio, metió la llave en la cerradura y abrió. Brian corrió para llegar a tiempo antes de que la puerta se cerrara detrás de ella, pero llegó tarde. La puerta estaba cerrada. No sabía qué hacer. En aquel momento, a través del cristal vio un hombre que se dirigía hacia él. Mientras el individuo abría la puerta y salía deprisa, Brian se escurrió por la abertura y entró.

El vestíbulo estaba oscuro y sucio, y un olor a comida rancia impregnaba el aire. Delante de él oyó unos pasos que subían por la escalera. Tragó saliva para aguantarse el miedo y, tratando de no hacer ruido, subió hasta el primer rellano. Vería dónde entraba la mujer; cuando lo supiera saldría y buscaría un teléfono.

Pensó que en lugar de llamar a su abuela, llamaría al 091. Eso le había enseñado su madre a hacer, si necesitaba ayuda «de verdad». Pero hasta aquel momento no era el caso.

*****

—Muy bien, señora Dornan, descríbame a su hijo —dijo el policía mientras esperaba que se calmara.

—Tiene siete años y es bajo para su edad —respondió Catherine.

Notaba el tono chillón en su voz. Estaban sentados en un coche patrulla, delante de Saks, cerca del lugar donde se habían detenido para escuchar al violinista. Sintió la mano de Michael que, tranquilizadora, le cogía la suya.

—¿De qué color tiene el cabello? —preguntó el policía.

—Como el mío —contestó Michael—. Algo pelirrojo. Ojos azules, pecas… y le falta uno de los dientes de delante. Llevamos los pantalones y las chaquetas iguales, salvo que la suya es azul y la mía, verde. Y es flaco.

El policía miró a Michael con expresión aprobadora.

—Eres muy útil, muchacho. Muy bien, señora, ¿ha dicho que le falta el monedero? ¿Cree que se le ha caído o que alguien se acercó a usted? Me refiero a si piensa que ha sido un carterista.

—No lo sé —respondió Catherine—. No me importa el monedero. Pero cuando di dinero a los niños para el violinista, tal vez no lo metí bien en el bolso.

—Estaba bastante lleno, y quizá se me cayó.

—¿Es posible que su hijo lo recogiera y decidiera hacer unas compras…?

—No, no, no —lo interrumpió Catherine con cierto enfado al tiempo que sacudía la cabeza con fuerza—. Por favor, no pierda el tiempo contemplando esa posibilidad.

—¿Dónde vive usted, señora? Lo digo por si desea avisar a alguien.

El policía vio la alianza en la mano de Catherine.

—¿A su marido?

—Mi marido se encuentra ingresado en el hospital Sloan-Kettering, muy enfermo. Se preguntará dónde nos hemos metido. De hecho, tenemos que ir a verlo enseguida. Nos está esperando. —Catherine puso la mano en la manija de la portezuela del patrullero—. Soy incapaz de seguir aquí sentada. Tengo que buscar a Brian.

—Señora Dornan, difundiré de inmediato la descripción de Brian. Dentro de tres minutos, todos los policías de Manhattan lo estarán buscando. Ya sabe, quizá se haya alejado un poco y se ha perdido. A veces pasa. ¿Viene al centro a menudo?

—Vivíamos en Nueva York, pero nos fuimos a Nebraska —le explicó Michael—. Venimos a visitar a mi abuela todos los veranos. Vive en la calle Ochenta y siete. Llegamos la semana pasada porque mi padre tiene leucemia y tenían que operarlo. Fue a la facultad de medicina con el cirujano que lo ha operado.

Aunque Manuel Ortiz hacía sólo un año que era policía muchas veces había estado en contacto ya con el dolor y la desesperación, y vio ambas cosas en los ojos de aquella joven señora. Tenía a su marido muy enfermo, y ahora había desaparecido su hijito. Era evidente que en cualquier momento podía sufrir un shock.

—Papá se dará cuenta de que ha ocurrido algo —dijo Michael preocupado—. Mamá, ¿por qué no vas a verlo?

—Señora Dornan, ¿qué le parece si deja a Michael con nosotros? Nos quedaremos aquí, por si Brian trata de volver mientras todos nuestros efectivos lo buscan. Pediré que se haga un rastreo por la zona y usaremos megáfonos para que se ponga en contacto con nosotros, si está perdido por aquí. Haré que un coche la lleve al hospital y la espere allí.

—¿Se quedará usted aquí?

—Por supuesto.

—Michael, ¿tendrás los ojos bien abiertos por si ves a Brian?

—Claro, mamá, buscaré a ese gilipollas.

—No lo llames… Pero en aquel momento Catherine vio la expresión en los ojos de su hijo. «Trata de convencerme de que Brian esté bien, y él también».

Rodeó al chico con sus brazos y sintió el abrazo breve y reticente que éste le devolvía.

—Animo, mamá —dijo.