Eran las diez y cinco. Mort Levy estaba sentado detrás de su escritorio, sumido en sus pensamientos. Sólo encontraba una explicación para la llamada interrumpida: Cally Hunter. La furgoneta de la policía, aparcada fuera de la casa de Cally, y que tenía intervenido su teléfono, le confirmó que ella lo había llamado. Los hombres que estaban de guardia se ofrecieron, si él quería, a hablarle.
—No —ordenó—, dejadla tranquila.
Sabía que sería inútil. Cally se limitaría a repetir lo que les había dicho antes. «Pero sabe algo y tiene miedo de contarlo», pensó. La había llamado por teléfono dos veces y, aunque Levy sabía que estaba en casa, ella no había contestado. Si hubiese salido, los que vigilaban desde la furgoneta se lo habrían comunicado. ¿Por qué no contestaba entonces? ¿Debía ir a verla personalmente? ¿Para qué?
—¿Qué te ocurre? ¿Estás sordo? —preguntó Jack Shore impaciente.
Mort levantó la mirada. El regordete agente lo observaba con el ceño fruncido. «No me sorprende que Cally te tenga miedo», pensó Mort recordando el terror en los ojos de la mujer ante la ira y hostilidad de su compañero.
—Estoy pensando —contestó con tono seco, reprimiendo el impulso de sugerirle que él también podía pensar de vez en cuando.
—De acuerdo, pero piensa con nosotros. Tenemos que seguir adelante con el plan de cubrir la catedral. —La reprimenda de Shore se suavizó—. Mort, ¿por qué no te tomas un descanso?
«Intenta parecer peor de lo que es», pensó Levy.
—Tú tampoco lo haces.
—Porque odio a Siddons más que tú.
Mort se levantó lentamente. Seguía con la idea fija de que algo importante se le había pasado por alto; algo que sabía que estaba allí, delante de él, pero que no lograba ver. Habían visitado a Cally Hunter a las siete y cuarto de esa mañana. Ya estaba vestida para ir al trabajo. La vieron de nuevo casi doce horas después. Parecía agotada, y muy preocupada. Ahora probablemente estaría durmiendo, pero todo su ser le decía que debía hablar con ella.
A pesar de que Cally lo negaba, Mort sabía que la mujer tenía la clave.
En el momento que se apartaba del escritorio, el teléfono sonó. Cuando descolgó el auricular oyó otra vez aquella respiración aterrorizada. Entonces tomó la iniciativa.
—Cally —dijo apremiante—. Cally, hábleme. No tenga miedo. Sea lo que sea, trataré de ayudarla.
*****
A Cally ni se le ocurría irse a la cama. Estuvo escuchando la emisora de noticias con la esperanza, pero también con miedo, de que la policía hubiera cogido a Jimmy, mientras rezaba para que el pequeño Brian se encontrara sano y salvo.
A las diez encendió el televisor para ver las noticias locales de la Fox, y se le encogió el corazón. La madre de Brian se hallaba sentada al lado del presentador Tony Potts. Tenía el cabello más revuelto —como si hubiese estado fuera, al viento o bajo la nieve—, el rostro muy pálido y en la mirada una expresión de dolor. A su lado, sentado, había un niño de unos diez u once años.
El presentador decía:
«Seguramente habrán escuchado las peticiones de ayuda para encontrar a su hijo Brian que Catherine Dornan ha realizado. Les hemos pedido, a ella y a Michael, el hermano de Brian, que esta noche estén con nosotros. Esta misma tarde, poco después de las cinco, había muchísima gente en la Quinta Avenida y la calle Cuarenta y nueve».
Quizá usted se encontraba allí. Tal vez vio a Catherine con sus dos hijos, Michael y Brian. Escuchaban a un violinista que tocaba villancicos mientras el público cantaba.
El niño de siete años, Brian Dornan, que estaba al lado de su madre, desapareció. La madre y el hermano necesitan la ayuda de todos ustedes para encontrarlo. —El presentador se volvió hacia Catherine—. ¿Tiene alguna foto de Brian?».
Cally miró la foto, mientras escuchaba a la madre.
«Como no es una foto muy clara, voy a explicarles un poco cómo es. Tiene siete años, pero parece más pequeño porque es bajito. Tiene el cabello castaño rojizo, ojos azules y pecas en la nariz…». La voz se le quebró.
Cally cerró los ojos. No soportaba la terrible agonía en el rostro de Catherine Dornan.
Michael cogió una mano a su madre.
«Mi hermano lleva una chaqueta azul marino como la mía, salvo que la mía es verde, y un gorro rojo. Le falta uno de los dientes de delante. —Y en aquel momento soltó de golpe—. Necesitamos que vuelva. No podemos decir a mi padre que Brian ha desaparecido, porque mi padre está muy enfermo y no puede preocuparse. —La voz de Michael se hizo aún más urgente—. Conozco a mi padre y estoy seguro de que intentaría hacer algo. Se levantaría de la cama para salir en busca de Brian, y no podemos dejar que lo haga. Está enfermo, muy enfermo».
Cally apagó el televisor. Se dirigió de puntillas al cuarto donde Gigi dormía al fin con un sueño tranquilo, y se acercó a la ventana que daba a la escalera de incendios.
Vio los ojos de Brian, el chiquillo que la miraba por encima del hombro rogándole que lo ayudara, con una mano en la de Jimmy y la otra cogida a la medalla de San Cristóbal, como si ésta fuera a salvarlo de algún modo.
Sacudió la cabeza. «Vino en busca de esa medalla —pensó—. El dinero no le importaba». La había seguido porque creía que la medalla curaría a su padre.
Cally regresó deprisa a la salita y cogió la tarjeta de Mort Levy.
Cuando éste respondió a la llamada, su determinación casi se vino abajo otra vez, pero la voz del agente sonó llena de bondad cuando le dijo:
—Cally, hábleme. No tenga miedo.
—Señor Levy —balbuceó—, ¿puede venir aquí enseguida? Tengo que hablar con usted de Jimmy y… de ese niño que ha desaparecido.