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Con los ojos llenos de lágrimas y los labios temblorosos, Cally apagó la radio. «Si alguien sabe algo sobre el paradero de Brian…».

«Lo he intentado —se dijo—. Lo he intentado». Había marcado el número del detective Levy, pero cuando oyó su voz, la enormidad de lo que estaba a punto de hacer la abrumó. La detendrían. Le quitarían a Gigi otra vez y se la darían en adopción a una familia. «Si alguien sabe algo sobre el paradero de Brian…».

Tendió la mano para coger el teléfono.

Un sollozo le llegó desde el dormitorio. Gigi tenía otra pesadilla. Entró deprisa en la habitación y se sentó en la cama. Cogió a su hija entre los brazos y empezó a mecerla.

—Chist, no pasa nada, todo está bien.

—Mami, mami, he soñado que te ibas otra vez. No te vayas, mami, por favor. No me dejes. No quiero vivir con otra gente, nunca más.

—Eso no sucederá, hijita, te lo prometo.

Sintió cómo Gigi se relajaba. Se apoyó suavemente en la almohada y le acarició la cabeza.

—Ahora vuelve a dormir, ángel mío.

Gigi cerró los ojos, pero los abrió de nuevo.

*****

—¿Puedo ver cómo abre Papá Noel su regalo? —murmuró. Jimmy Siddons bajó el volumen de la radio.

—Tu madre está armando mucho jaleo por ti, chaval.

Brian tuvo que contenerse para no inclinarse hacia el salpicadero y tocar la radio. Mamá parecía tan preocupada. Tenía que volver a su lado. Estaba seguro de que ahora ella también creía en la medalla de San Cristóbal.

En la autopista había muchos coches, y, aunque nevaba copiosamente, todos iban a bastante velocidad. Pero Jimmy avanzaba por el carril de la derecha, por ello no había coches del lado de Brian, y éste empezó a hacer planes.

Si lograba abrir la portezuela muy rápido, se tiraría a la carretera y rodaría hacia el lado derecho, para así no ser atropellado. Apretó la medalla de San Cristóbal y deslizó la mano a hurtadillas hasta la manija de la portezuela. La apretó suavemente y se movió. Tenía razón: Jimmy no había echado los seguros después de abandonar la gasolinera.

Estaba a punto de abrir cuando recordó el cinturón de seguridad. Tenía que desabrochárselo en el momento en que abría la portezuela. Con cuidado de no atraer la atención de Jimmy, apoyó el índice de la mano izquierda en el botón del cinturón.

En el momento en que iba a mover la manija y apretar el botón, Jimmy lanzó un taco. Un coche que coleaba intentaba adelantarlos por la izquierda. Al cabo de un instante, los pasó tan cerca que casi rascó el Toyota. Luego se cruzó delante de ellos y obligó a Jimmy a frenar de golpe. El coche patinó y coleó, mientras se oyó el ruido de metal contra metal. Brian contuvo el aliento. «Choca» —rogó—. «¡Choca!». Alguien lo ayudaría después.

Pero Jimmy enderezó el coche y esquivó a los demás. Justo delante, Brian oyó el sonido de las sirenas y vio el resplandor de las luces giratorias reuniéndose alrededor de otro accidente, que también adelantaron rápidamente.

Jimmy esbozó una sonrisa satisfecha.

—Tenemos bastante suerte, ¿no, chaval? —preguntó a Brian mientras lo miraba.

El niño seguía cogido a la manija de la portezuela.

—No me digas que pensabas saltar si teníamos que detenernos —exclamó Jimmy mientras accionaba el cierre centralizado de las portezuelas—. Quita la mano de ahí. Si vuelvo a verte tocando esa manija, te rompo los dedos —le dijo en voz baja.

Brian no tuvo la menor duda de que lo haría.