En la comisaría del Lower Manhattan, el puesto de mando de la búsqueda de Jimmy Siddons, la creciente tensión era evidente. Todo el mundo sabía perfectamente que Siddons no dudaría en matar otra vez si con ello facilitaba su huida. También sabían que llevaba el arma que le habían pasado en la cárcel.
«Armado y peligroso» era el pie impreso bajo su fotografía en las octavillas que estaban siendo distribuidas por toda la ciudad.
—La última vez recibimos dos mil pistas inútiles, y seguimos infructuosamente cada una de ellas. Y lo cogimos el pasado verano sólo porque fue lo bastante idiota para asaltar una gasolinera en Michigan justo cuando había un policía en el lugar —dijo Jack Shore a Mort Levy mientras observaba con disgusto cómo un equipo de agentes respondía al incesante flujo de llamadas de denuncia.
Levy asintió distraído.
—¿Hay algo más sobre la novia de Siddons? —preguntó a Shore.
Hacía una hora, uno de los presos, compañero de celda de Siddons, había dicho a un guardián que Jimmy hablaba siempre de una novia llamada Paige, que, decía, se dedicaba al striptease.
Trataban de encontrarla en Nueva York, pero Shore tuvo la corazonada de que quizá hubiese estado liada con Siddons en Michigan, y se puso en contacto con las autoridades de allí.
—No, hasta ahora no hay nada nuevo, es probable que se trate de otro callejón sin salida.
—Jack, lo llaman de Detroit —gritó una voz por encima del bullicio de la habitación.
Los dos hombres se volvieron rápidamente. En dos zancadas, Shore llegó a su escritorio y cogió el auricular.
Su interlocutor no perdió tiempo.
—Jack, soy Stan Logan, nos conocimos el año pasado, cuando viniste para llevarte a Siddons. Quizá tenga algo que te interese.
—Veamos.
—¿Recuerdas que nunca supimos dónde se ocultaba Siddons antes del atraco a la gasolinera? Pues bien, tal vez la pista de Paige sea la respuesta. Tenemos un informe de detención a nombre de Paige Laronde, que se presenta como «bailarina exótica». Abandonó la ciudad hace dos días. Comentó con una amiga que no sabía si volvería o no, que iba a encontrarse con su novio…
—¿Dijo dónde? —lo interrumpió Shore.
—En California y que después irían a México.
—¡California y México! Coño, si llega a México nunca más lo encontraremos.
—Nuestros hombres están investigando en las estaciones de trenes y autobuses, así como en el aeropuerto, a ver si damos con su pista. Te mantendremos informado —prometió Logan, y añadió—: Te mandaré por fax el informe de detención y sus fotografías publicitarias. No se las enseñes a tus hijos.
Shore colgó el teléfono.
—Si Siddons se las ha ingeniado para salir de Nueva York esta madrugada, tal vez esté ya en California o en México.
—No creo que haya conseguido billete de avión a última hora en Nochebuena —le recordó Levy con cautela.
—Escucha, alguien le hizo llegar un arma a la cárcel. Quizá esa misma persona le tenía preparados ropa, dinero y un billete de avión. Es posible que se las haya arreglado para llegar a un aeropuerto de Boston o de Filadelfia, donde no lo buscan. Supongo que se ha encontrado con su novia, y ahora mismo se dirigen al sur, a la frontera, si es que no están ya comiendo enchiladas.
Y sigo diciendo que, de un modo u otro, la intermediaria tuvo que ser la hermana de Siddons.
Mort Levy, con el entrecejo fruncido, siguió con la mirada a Jack Shore, que se dirigía a la sala de comunicaciones a esperar el fax de Detroit. El siguiente paso sería enviar las fotos de Siddons y de su novia a la patrulla de fronteras en Tijuana, con el aviso de busca y captura de los dos.
«Pero todavía tenemos que cubrir la catedral, con una probabilidad entre un millón de que Jimmy haya sido honesto con su oferta de entrega», pensó Mort. Por alguna razón, ninguna de las dos posibilidades —México y entregarse— le parecía verosímil. Esa Paige, ¿no sería lo bastante lista para mentir a su amiga por si la policía la interrogaba?
Acababan de traer el café y los bocadillos que habían pedido. Mort se agachó para coger el suyo de jamón y pan de centeno. Dos mujeres policías conversaban entre sí.
Oyó que una de ellas, Lory Martini, decía:
—Todavía no hay rastro de ese niño desaparecido. Seguro que se lo habrá llevado algún loco.
—¿Qué niño desaparecido? —preguntó Levy. Escuchó tranquilamente los detalles. Era la clase de asunto en que nadie del departamento era capaz de trabajar sin comprometerse emocionalmente. Mort, que tenía un hijo de siete años, sabía cómo lo estaría pasando la madre. Y el padre, tan enfermo que ni siquiera le habían hablado de la desaparición del pequeño. Y todo eso en Navidad. «Dios mío, a algunas personas les suceden cosas espantosas», pensó.
—Te llaman, Mort —gritó una voz desde el otro extremo de la sala.
Mort, con el café y el bocadillo, volvió a su escritorio.
—¿Quién es? —preguntó mientras levantaba el auricular.
—Una mujer. No me ha dicho el nombre.
—Agente Levy al habla —dijo Mort.
Entonces, oyó el sonido producido por una respiración asustada, y a continuación el clic que dejó la línea muerta.
*****
El periodista de la WCBS, Alan Graham, se acercó al coche patrulla en que había entrevistado a Catherine Dornan hacía una hora, al dar la noticia de la desaparición del niño.
Eran las ocho y media, y las ráfagas de nieve intermitentes se habían convertido en una regular nevada de copos grandes.
Graham escuchó por los auriculares las últimas noticias sobre el preso fugado. «El estado de Mario Bonardi, el guardián herido, todavía es extremadamente grave. El alcalde Giuliani y el comisario de policía Bratton han hecho una segunda visita al hospital donde la víctima, tras una delicada operación, se encuentra en cuidados intensivos. Según los últimos informes, la policía sigue una pista según la cual el agresor, el sospechoso de asesinato Jimmy Siddons, podría reunirse con su novia en California para dirigirse a México. La patrulla de fronteras de Tijuana ha sido alertada».
A uno de los periodistas le habían informado de que el abogado de Jimmy afirmaba que Siddons pensaba entregarse en la catedral de San Patricio después de la Misa del Gallo. Alan Graham se alegraba de que la información no hubiera sido difundida. Ninguno de los altos mandos de la policía lo creía, y no querían que los fieles fueran perturbados con ese rumor.
En aquel momento quedaban pocos transeúntes en la Quinta Avenida, y Graham pensó que abrir los informativos de Nochebuena con esas noticias tenía algo obsceno: un asesino fugitivo; un oficial de prisiones al borde de la muerte; un niño de siete años desaparecido, y que se sospechaba que era víctima de algún abuso sucio.
Golpeó el cristal de la ventanilla del coche patrulla.
Catherine levantó la mirada y la abrió a medias. Graham se preguntó al verla por cuánto tiempo mantendría su notable compostura. Estaba sentada en el asiento del pasajero, al lado del agente Ortiz. Su hijo Michael se encontraba en el asiento trasero junto a una bella anciana que lo rodeaba con un brazo.
Catherine respondió a la pregunta sin formular.
—Sigo esperando —dijo en voz baja—. El agente Ortiz ha tenido la amabilidad de quedarse conmigo. No sé por qué, pero siento que, de algún modo, encontraré a Brian aquí mismo. —Se volvió ligeramente—. Mamá, este señor es Alan Graham, de la WCBS. Me ha entrevistado después de hablar contigo.
Barbara Cavanaugh vio la compasión en el rostro del joven periodista. Aunque sabía que si tenía algo que decirles ya lo sabrían, no pudo evitar preguntarle.
—¿Alguna novedad?
—No, señora. En la emisora recibimos montones de llamadas, pero todas expresando solidaridad.
—Se ha esfumado —dijo Catherine con voz monótona—. Tom y yo educamos a los niños para que confíen en la gente, pero también para que sepan qué hacer en una emergencia. Brian sabe ir a buscar a un policía si se ha perdido. Y también marcar el número de la policía.
Alguien se lo ha llevado. ¿Quién es capaz de llevarse a un niño de siete años y retenerlo como no sea un…?
—Catherine, hija, no te tortures —dijo su madre—. Todos aquellos que te han escuchado por radio están rezando por Brian. Debes tener fe.
Catherine sintió que la frustración y la ira brotaban en su interior. Sí, se suponía que debía tener «fe». Sin duda Brian la había tenido, creía en aquella medalla de San Cristóbal, tal vez lo suficiente como para seguir al que cogió el monedero, y pensó que tenía que recuperarlo.
Volvió la cabeza y miró a su madre y a Michael. Sintió que su ira se disipaba. Su madre no tenía la culpa de cuanto sucedía. No, la fe (incluso en algo tan inverosímil como una medalla de San Cristóbal) era algo bueno.
—Tienes razón, madre —dijo.
Por los auriculares, Graham oyó al locutor:
—Adelante, Alan.
Se alejó un paso del coche y empezó.
—La madre de Brian Dornan sigue esperando en el lugar donde su hijo desapareció poco después de las cinco de la tarde. Las autoridades creen en la teoría de Catherine Dornan acerca de que quizá su hijo viese a la persona que le robó el monedero y decidiera seguirla. El monedero contenía una medalla de San Cristóbal que Brian estaba desesperadamente ansioso por llevar a su padre al hospital.
Graham tendió el micrófono a Catherine.
—Brian cree que la medalla ayudará a su padre a ponerse bien. Si yo hubiese tenido la fe de Brian, habría guardado el monedero con más cuidado por la medalla que llevaba dentro. Quiero que mi marido mejore. Quiero que mi hijo vuelva —dijo con voz firme, pese a la emoción—. Por el amor de Dios, si alguien sabe qué le ha sucedido a Brian, quién lo tiene o dónde esté, por favor, por favor, que nos llame.
Graham se apartó del coche patrulla y añadió:
—Si alguien que escucha el dolor de esta joven madre sabe algo sobre el paradero de Brian, le rogamos que llame al siguiente número: 2125550748.