Era Nochebuena en Nueva York. El taxi avanzó lentamente por la Quinta Avenida. A las cinco de la tarde había un tráfico denso, y las aceras estaban repletas de gente que hacía las compras navideñas de último momento, empleados que se dirigían a casa, turistas ansiosos de ver los escaparates cuidadosamente arreglados y el mítico árbol de Navidad del Rockefeller Center.
Era de noche ya y el cielo empezaba a llenarse de nubes oscuras, una aparente confirmación del pronóstico meteorológico: unas Navidades blancas. Pero las luces parpadeantes, el sonido de los villancicos, las campanillas que los Papá Noel agitaban en las aceras y la alegría de la gente daba un clima de Nochebuena perfectamente festivo a la famosa avenida.
Catherine Dornan iba sentada, erguida, en el asiento trasero del taxi, sus brazos rodeando los hombros de sus dos hijos. Por la rigidez que sentía en el cuerpo de los pequeños, sabía que su madre tenía razón. El mal humor de Michael, de diez años, y el silencio de Brian, de siete, eran signos inequívocos de que los niños estaban muy preocupados por su padre.
Esa tarde, cuando había llamado a su madre desde el hospital, todavía llorosa a pesar de que Spence Crowley, médico y viejo amigo de su marido, le había asegurado que la operación de Tom había salido mejor de lo esperado, e incluso le había sugerido que los niños visitaran a su padre a eso de las siete, ella le había dicho con firmeza:
—Catherine, será mejor que hagas un esfuerzo. Los niños están muy alterados, y tú no ayudas. Creo que no sería mala idea que intentaras distraerlos un poco. Llévalos al Rockefeller Center a que vean el árbol de Navidad, y después id a cenar por ahí. Si te ven tan preocupada pensarán que Tom está a punto de morir.
—Eso no tiene por qué suceder, pensó Catherine. Ojalá pudiera volver atrás y eliminar aquellos últimos diez días. Lo deseaba de todo corazón, empezando por el momento terrible en que había recibido aquella llamada del hospital de St. Mary.
—Catherine, ¿puedes venir de inmediato? Tom se ha desmayado mientras hacía la guardia. Lo primero que pensó fue que debía de tratarse de un error.
Los hombres delgados, atléticos, de treinta ocho años, no se desmayan. Y Tom siempre bromeaba con aquello de que los pediatras, por derecho propio, eran inmunes a todos los virus y gérmenes que llegaban con sus pacientes. Pero Tom no estaba inmunizado contra la leucemia, que exigía la inmediata extirpación del inflamado bazo. En el hospital habían dicho a Catherine que seguramente Tom debía de tener síntomas desde hacía meses, pero que no había hecho caso de ellos.
—Y yo, tan estúpida, ni siquiera lo noté pensó mientras intentaba evitar que le temblaran los labios. Miró por la ventanilla y vio que pasaban por delante del hotel Plaza, donde, once años atrás, cuando ella tenía veintitrés, habían celebrado la boda.
«Se supone que las novias se ponen nerviosas —pensó—, pero yo no lo estaba. Casi llegué corriendo al altar».
Diez días más tarde festejaban la Navidad en Omaha, donde Tom había aceptado un puesto en la prestigiosa sala de pediatría del hospital local.
«Compramos de liquidación ese absurdo árbol artificial», pensó mientras, recordaba cómo Tom lo había levantado para decir:
«Atención, clientes de Kmart…». El árbol que ese año habían escogido con tanto interés se hallaba en el garaje, con las ramas atadas, porque habían decidido ir a Nueva York para la operación.
Spence Crowley, el mejor amigo de Tom, se había convertido en un famoso cirujano del Sloan-Kettering. Catherine se estremeció al recordar lo alterada que estaba cuando al fin le permitieron ver a Tom. El taxi se acercó al bordillo.
—¿Aquí le va bien, señora?
—Sí, perfecto —respondió Catherine obligándose a parecer alegre mientras sacaba el billetero y se dirigía a sus hijos—: Papá y yo os trajimos aquí la Nochebuena de hace cinco años. Ya sé que eras muy pequeño, Brian; pero Michael se acuerda, ¿verdad?
—Sí —respondió éste con tono seco mientras miraba cómo Catherine sacaba cinco dólares de un fajo de billetes—. ¿Por qué llevas tanto dinero, mamá?
—Ayer, cuando ingresaron a papá en el hospital, me dieron su cartera con todo lo que llevaba. Lo dejaré en casa de la abuela cuando volvamos. Catherine bajó detrás de Michael y sostuvo la portezuela abierta para que Brian saliera. Estaban delante de Saks, cerca de la esquina de la calle Cuarenta y nueve con la Quinta Avenida. Una ordenada fila de espectadores esperaba paciente para ver de cerca el escaparate de Navidad.
Catherine llevó a sus hijos al final de la cola.
—Primero miraremos los escaparates; después cruzaremos la calle para ver mejor el árbol de Navidad. Brian suspiró con fuerza.
¡Menudas fiestas! Detestaba hacer cola, para todo, y decidió jugar a su juego de siempre cuando quería que el tiempo pasara deprisa: fingir que había llegado ya al lugar donde quería ir; y esa noche era la habitación de su padre en el hospital. Estaba deseando ver a su padre para darle el regalo que lo curaría, según le había dicho la abuela. Brian tenía tantas ganas de acelerar el paso del tiempo, que cuando le llegó el turno de acercarse a los escaparates, avanzó con paso rápido y casi no prestó atención a las escenas con la nieve arremolinándose sobre los muñecos, los elfos y los animales que bailaban y cantaban. Se alegró cuando al fin abandonaron la cola.
Después, cuando se encaminaban hacia la esquina para cruzar la avenida, vio que un hombre se disponía a tocar el violín mientras un grupo de gente lo rodeaba. De pronto, el aire se llenó con las notas del villancico Noche de paz y la gente empezó a cantar. Catherine, cerca del bordillo, se volvió.
—Quedémonos un momento a escuchar —dijo a los niños.
Brian oyó la voz ahogada en la garganta de su madre y supo que se esforzaba por contener el llanto. Casi nunca la había visto llorar hasta aquella mañana de la anterior semana cuando alguien llamó desde el hospital para decirles que papá estaba muy enfermo.
Cally caminó despacio por la Quinta Avenida. Eran poco más de las cinco y estaba rodeada de los compradores de última hora, los brazos llenos de paquetes.
En otra época, también ella hubiera compartido todo aquel entusiasmo, pero lo único que sentía ese día era un cansancio doloroso. Todo había resultado muy duro en el trabajo. La gente quería pasar las Navidades en casa, por eso muchos pacientes del hospital estaban deprimidos o fastidiosos. Sus desolados rostros le recordaban vívidamente su propia depresión de las dos últimas Navidades pasadas en la cárcel de mujeres de Bedford.
Delante de la catedral de San Patricio vaciló un instante mientras recordaba a su abuela llevándoles, a ella y a su hermano Jimmy, a ver el belén. Pero de eso hacía veinte años ya, cuando ella tenía diez y él seis. Sintió un deseo fugaz: volver a aquella época, cambiar las cosas, impedir que sucediera todo lo malo, evitar que Jimmy se convirtiera en lo que era.
El simple hecho de recordar su nombre bastó para que temblores de miedo le recorrieran todo el cuerpo. ¡Dios mío, haz que me deje tranquila!, rogó.
Esa mañana, con Gigi agarrada a ella, había atendido a los enfadados golpes a su puerta del detective Shore y de otro policía que se presentó como el detective Levy. Los dos estaban en el mugriento pasillo del edificio en que vivía, en la calle Diez Este y la avenida B.
—Cally, ¿estás escondiendo a tu hermano otra vez? Los ojos de Shore registraron la habitación detrás de ella en busca de algo que indicara la presencia de Jimmy.
Aquella pregunta fue la primera noticia que tuvo Cally de que su hermano había huido de la cárcel de Riker Island.
—Se le acusa de haber intentado asesinar a un guardián de la cárcel —le comunicó el detective, la voz llena de amargura—. El guardián está muy grave. Tu hermano disparó contra él y le quitó el uniforme. Esta vez, si lo ayudas a escapar, pasarás mucho más de quince meses en la cárcel. Encubrimiento reiterado, y ahora hablamos de intento de asesinato (o de asesinato) de un agente de la ley. Cally, te caerán un montón de años.
—Nunca me he perdonado haber dado dinero a Jimmy la última vez —dijo Cally en voz baja.
—Sí, y las llaves de tu coche —le recordó el policía—. Cally, te lo advierto: no lo ayudes de nuevo.
—No lo haré. Se lo aseguro. Además la otra vez no sabía qué había hecho. —Cally miró los ojos del policía, que recorrían la habitación—. ¡Pase y registre! —le gritó—. No está aquí. Y si quiere, pinche mi teléfono. Me gustaría que oyera cómo digo a Jimmy que se entregue. Porque es lo único que pienso hablar con él.
¡Pero espero que esta vez Jimmy no me encuentre!, Suplicó mientras se abría paso entre la multitud de compradores y paseantes.
Después de cumplir la sentencia, se llevó a Gigi de la casa de acogida. La asistenta social le había buscado aquel apartamento diminuto y le había conseguido el empleo de auxiliar de clínica en el hospital St. Luke's-Roosevelt.
¡Esa sería la primera Navidad con Gigi en dos años! Ojalá hubiese podido comprarle un par de regalos decentes, pensó. Una niña de cuatro años se merecía un cochecito de muñeca nuevo, en lugar de aquel destartalado que ella había conseguido. La colcha y la almohada que le había comprado no ocultaban que era un trasto viejo. Quizá encontrara al vendedor de muñecas ambulante que había visto por allí la semana anterior. Sólo costaban ocho dólares, y Cally recordaba que una de ellas se parecía a Gigi. Ese día no llevaba suficiente dinero, pero el hombre le había dicho que en Nochebuena estaría en la Quinta Avenida, entre las calles Cuarenta y siete y Cincuenta y siete, así que era probable que lo encontrara.
¡Dios mío, que detengan a Jimmy antes de que haga daño a nadie —rogó—. Hay algo que no funciona bien en su cabeza, que nunca le ha funcionado!
Delante de ella, un coro cantaba Noche de paz. Pero mientras se aproximaba, se dio cuenta de que no eran cantantes de villancicos, sino un grupo de personas rodeando a un violinista callejero que tocaba villancicos.
…Noche de paz. Noche de amor… Brian no se unió a las voces, aunque Noche de paz era su canción favorita en el coro de niños de la iglesia de Omaha. Ojalá se encontraran allí, y no en Nueva York, y estuvieran a punto de adornar el árbol de Navidad en su sala de estar, y todo fuera como había sido siempre.
Nueva York le gustaba, y siempre esperaba el verano para visitar a su abuela. Se divertía. Pero esa visita no le agradaba. Y menos en Nochebuena, con su padre en el hospital, su madre terriblemente triste y su hermano mangoneándole, aunque sólo tenía tres años más que él.
Brian se metió las manos en los bolsillos de la chaqueta. Las tenía frías pese a que llevaba los mitones. Miró con impaciencia el gigantesco árbol de Navidad, al otro lado de la pista de patinaje. Sabía que al cabo de un instante su madre diría: «Muy bien, ahora vayamos a echar un buen vistazo al árbol».
Era muy alto, con luces brillantes y una enorme estrella en la punta. Pero a Brian no le importaba ya el árbol, ni los escaparates que acababan de ver. Tampoco quería escuchar al individuo aquel que tocaba el violín, y no tenía ganas de quedarse mucho rato allí.
Estaban perdiendo el tiempo. Quería llegar pronto al hospital y ver cómo mamá le daba a papá aquella gran medalla de San Cristóbal que había salvado la vida al abuelo cuando era soldado en la Segunda Guerra Mundial. Su abuelo la había usado durante toda la guerra, y hasta tenía la marca dejada por una bala.
La abuela había pedido a mamá que se la diera a papá. Su madre, a pesar de que casi se había reído, prometió hacerlo.
—Vamos, mamá, Cristóbal era sólo un mito. Ya ni siquiera lo consideran un santo, y a quienes únicamente ayuda es a los que venden esas medallas que la gente pone en los salpicaderos —dijo su madre.
—Catherine —replicó la abuela—, tu padre creía que la medalla lo había ayudado a salir de algunas batallas terribles, y eso es lo que cuenta. El creía en eso, y yo también. Por favor, dásela a Tom y ten fe.
Brian estaba impaciente. Si la abuela creía que su papá se pondría bien con la medalla, entonces su mamá tenía que dársela. Estaba seguro de que la abuela tenía razón.
… A un infante de faz celestial. El violín dejó de sonar, y la mujer que había dirigido el improvisado coro pasó una cestita. Brian miró mientras la gente depositaba monedas y billetes dentro.
Su madre sacó el monedero del bolso y cogió dos billetes de un dólar.
—Brian, Michael, echad esto en la cesta. Michael cogió el billete y trató de abrirse paso entre la gente. Brian, que empezaba a seguirlo, se dio cuenta de que su madre no había metido de nuevo el monedero en el bolso que llevaba colgado al hombro, y lo vio caído en el suelo. Se volvió para recogerlo, pero antes de que lo consiguiera, una mano se le adelantó. La mano pertenecía a una mujer con una larga coleta y una gabardina oscura.
—¡Mamá! —gritó ansioso, pero todo el mundo había reanudado los villancicos y su madre no lo oyó. La mujer que había cogido el monedero se escurrió entre la multitud. Brian, instintivamente, comenzó a seguirla, temeroso de perderla de vista. Se volvió de nuevo para llamar a su madre, pero ésta seguía cantando con los demás… y los ángeles velando están…
Todo el mundo cantaba tan alto, que Brian supo que no lo oiría. Mientras miraba a su madre por encima del hombro, dudó un instante.
¿Debía volver corriendo a buscarla? Pero se acordó de la medalla que pondría bien a su padre. Estaba dentro del monedero, y no podía permitir que alguien la robara.
En ese momento, la mujer doblaba la esquina. Y Brian echó a correr para alcanzarla.
*****
«¿Por qué lo he cogido?», Pensaba Cally frenética mientras avanzaba a toda velocidad por la calle cuarenta y ocho en dirección a la avenida Madison. Había abandonado la idea de ir por la Quinta Avenida en busca del vendedor de muñecas ambulante, y se dirigió hacia la estación de metro de la avenida Lexington. Sabía que era más rápido subir hasta la calle cincuenta y uno para coger el metro, pero el monedero le quemaba en el bolsillo como una brasa ardiente y le parecía que todo el mundo la observaba con mirada acusadora. La estación Grand Central estaría abarrotada; cogería el metro allí. Era el sitio más seguro.
Mientras doblaba a la derecha y cruzaba la calle, un coche patrulla pasó por su lado. A pesar del frío, Cally empezó a sudar.
Tal vez el monedero perteneciera a aquella mujer con dos niños pequeños. Estaba en el grupo que tenía al lado. Volvió a repasar mentalmente el momento en que había «birlado» el billetero a la mujer delgada de la gabardina rosa forrada de piel (lo sabía por los puños que llevaba vueltos). Evidentemente era un abrigo caro, así como el bolso y las botas. El oscuro cabello que le caía sobre el cuello del abrigo estaba brillante y cuidado. No parecía que tuviera ninguna clase de problemas.
«Ojalá mi aspecto fuera como el suyo —había pensado Cally—. Tiene más o menos mi edad y mi talla, y casi el mismo color de cabello. Bueno, quizá el año que viene me sea posible comprar ropa bonita para Gigi y para mí».
Después había vuelto la cabeza para echar un vistazo a los escaparates de Saks.
«En realidad, yo no he visto que se le cayera el monedero».
Pero al pasar junto a la mujer había golpeado algo con el pie, bajó la mirada y lo vio allí tirado.
¿Por qué no le he preguntado si era suyo?, Pensó Cally desesperada. Pero en aquel instante recordó un día en que su abuela había vuelto a casa muy molesta y avergonzada. Se había encontrado un monedero en la calle y, al abrirlo, vio el nombre y la dirección de su dueña. Anduvo tres manzanas para devolvérselo, a pesar de que por entonces ya tenía artritis y le dolía cada paso que daba.
La dueña del monedero lo revisó y le dijo que allí faltaba un billete de veinte dólares. Ese recuerdo acudió a la memoria de Cally en el momento de recoger el monedero.
«¿Y si pertenecía a la mujer de la gabardina rosa y ésta creía que Cally se lo había robado o que se había quedado con dinero? ¿Y si avisaba a la policía y descubrían que estaba en libertad condicional? No la creerían, como tampoco la creyeron cuando les dijo que había prestado dinero a Jimmy y le había dado las llaves del coche porque su hermano le había contado que si no salía al instante de la ciudad, uno de la pandilla de la otra calle lo mataría».
«Dios mío. ¿Por qué no he dejado el monedero donde estaba?», Pensó. Contempló la posibilidad de echarlo en el siguiente buzón que encontrara. No, no podía arriesgarse. Durante las vacaciones había demasiados policías de paisano por el centro. ¿Y si uno la veía y le preguntaba qué hacía? No, se iría a casa corriendo. Aika, que cuidaba a Gigi y a su nieto cuando cerraban la guardería, le llevaría la niña de un momento a otro. Se le estaba haciendo tarde.
Meteré el monedero en un sobre, con la dirección que encuentre dentro, y más tarde lo echaré en un buzón —decidió al fin—. Es lo único que puedo hacer.
Llegó a la estación Grand Central. Tal como se imaginaba, la encontró llena de gente que se apresuraba de un lado a otro para coger el tren o el metro y llegar pronto a casa para celebrar la Nochebuena. Se abrió paso a codazos hasta la terminal principal, y logró bajar la escalera hasta la entrada de la avenida Lexington.
Mientras metía la ficha en la ranura y se apresuraba para coger el metro hasta la calle Catorce, no advirtió al chiquillo que se colaba por debajo del molinete y le seguía los pasos.