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—Al menos podías haberme dicho que eras el propietario de Latham Manor —le recriminó Earl Bateman a su primo—. Yo te lo cuento todo. ¿Por qué eres tan reservado?

—Es sólo una inversión, Earl —dijo Liam tranquilizador—, nada más. No me ocupo en absoluto del día a día de la residencia.

Entró en el aparcamiento del museo funerario y se detuvo al lado del coche de Earl.

—Vete a casa y duerme bien, que lo necesitas.

—¿Adónde vas?

—Vuelvo a Boston. ¿Por qué lo preguntas?

—¿Has venido precipitadamente de allí sólo para verme? —preguntó aún enfadado.

—Vine porque estabas muy alterado y porque estaba preocupado por Maggie Holloway. Ahora, como ya te he dicho, no estoy tan inquieto. Creo que aparecerá en cualquier momento.

Earl empezó a bajar del coche y se detuvo.

—Liam, tú sabías dónde guardaba la llave del museo y la del coche fúnebre, ¿no?

—¿Adónde quieres llegar?

—A ninguna parte, sólo quiero saber si se lo has dicho a alguien.

—No. Venga, Earl, estás cansado. Vete a casa.

Earl bajó del coche y cerró la puerta.

Liam Moore Payne salió del aparcamiento y enfiló la calle. Al girar a la derecha, no notó que un coche se ponía en marcha y lo seguía a distancia prudencial.

Todo empezaba a desenmarañarse, pensó apenado. Sabían que era el propietario de la residencia. Earl ya había empezado a sospechar que él había entrado en el museo la noche anterior. Iban a exhumar los cuerpos y descubrirían que las mujeres habían tomado medicación incorrecta.

Con suerte, culparían al doctor Lane, pero Odile estaba a punto de derrumbarse. Le sacarían una confesión en un santiamén. ¿Y Hansen? Haría lo que fuera para salvar el pellejo.

Así que sólo quedo yo, pensó. ¡Todo ese trabajo para nada! El sueño de ser el segundo Squire Moore, rico y poderoso, se esfumaba. Después de todos los riesgos corridos —coger préstamos de las acciones de sus clientes, comprar la residencia con poquísimo dinero e invertir en ella, tratar de imaginarse lo que había hecho Squire para quedarse con dinero de otra gente—, no era más que otro Moore fracasado. Todo se le escurría entre los dedos.

Y Earl, ese payaso obsesivo, era rico, riquísimo.

Pero por muy payaso que fuera, no era estúpido. Pronto empezaría a sumar dos más dos y sabría dónde ir a buscar el ataúd.

Bueno, aunque lo comprendiera todo, no encontraría a Maggie Holloway con vida.

El tiempo para Maggie se había acabado, de eso estaba seguro.