MARTES 8 DE OCTUBRE

Maggie trató de abrir los ojos, pero el esfuerzo era demasiado grande. Le dolía mucho la cabeza. ¿Dónde estaba? ¿Qué había pasado? Levantó la mano, pero la detuvo a pocos centímetros del cuerpo, incapaz de seguir.

Empujó instintivamente la barrera que tenía encima, pero no se movió. ¿Qué era? Parecía suave, como de satén, y estaba fría.

Deslizó los dedos por el costado, hacia abajo; la superficie cambió: era ondulada. ¿Una colcha? ¿Estaba en una especie de cama?

Estiró la otra mano a un lado y la hizo retroceder inmediatamente cuando se encontró con las mismas ondulaciones heladas. Estaban a ambos lados de su estrecho recinto.

¿Qué era eso que le tironeaba del anillo cuando movía la mano izquierda? Se tocó el anular con el pulgar y palpó una cuerda o un hilo. Pero… ¿por qué?

Entonces recobró la memoria repentinamente.

Abrió los ojos y miró aterrorizada la oscuridad.

Sus pensamientos se aceleraron frenéticamente mientras trataba de reconstruir lo ocurrido. Lo había oído llegar justo a tiempo de volverse en el momento en que algo la golpeaba en la cabeza.

Volvió a verlo inclinado sobre ella mientras murmuraba:

«Maggie, piensa en las campanas». Pero no recordaba nada más.

Desorientada y aterrada, se esforzó por comprender. Y entonces se acordó: ¡las campanas! Los victorianos tenían tanto miedo de que los sepultaran vivos que se convirtió en una tradición atarles una cuerda a los dedos antes del entierro. Una cuerda que pasaba por un agujero del ataúd hasta la superficie de la tumba. Una cuerda atada a una campana.

Un guardia patrullaba durante siete días por la sepultura y oía si sonaba la campana, señal de que el difunto, después de todo, no estaba muerto…

Pero Maggie sabía que no había ningún guardia atento. Estaba realmente sola. Trató de gritar, pero no consiguió emitir sonido alguno. Tiró de la cuerda frenéticamente y escuchó con la esperanza de oír en lo alto un sonido débil, un repiqueteo. Pero no había más que silencio. Oscuridad y silencio.

Tenía que mantener la calma. Tenía que concentrarse. ¿Cómo había llegado allí? No podía permitir que el pánico se apoderara de ella. Pero ¿cómo…? ¿Cómo?

Entonces recordó. El museo funerario. Había vuelto sola. Después había retomado la investigación que Nuala había empezado. Luego había venido él, y…

¡Dios mío! ¡La habían enterrado viva! Golpeó con los puños la tapa del ataúd, pero el grueso forro de satén amortiguaba el ruido. Por fin gritó. Gritó hasta quedarse ronca, hasta que no pudo gritar más. Sin embargo, seguía sola.

¡La campana! Tironeó de la cuerda una y otra vez… una y otra vez. Seguro que sonaba. Ella no la oía, pero alguien la oiría. ¡Debían oírla!

En la superficie, a la luz de la luna llena brillaba un montículo de tierra húmeda. Lo único que se movía era una campana de bronce atada a un tubo que emergía de la tierra. La campana subía y bajaba en una danza arrítmica de muerte. Alrededor, todo era silencio. Le habían quitado el badajo.