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No podía seguir contando. Era inútil.

No abandones, Maggie, se ordenó tratando de mantener la mente alerta. Qué fácil sería dejarse llevar, cerrar los ojos y alejarse de lo que le estaba pasando.

La foto que le había regalado Earl… Había algo en la expresión de Liam: la sonrisa superficial, la sinceridad calculada, la simpatía ensayada…

Tendría que haber adivinado que había algo deshonesto en las repentinas atenciones de Liam. Le cuadraba más haberla abandonado en el cóctel de Nueva York.

Recordó la voz de la noche anterior, la voz de Odile Lane que discutía con Liam. Los había oído. Odile estaba asustada. «No puedo seguir haciéndolo —se había quejado—. ¡Estás loco! Me prometiste que venderías la residencia y nos iríamos. Te advertí que Maggie Holloway estaba haciendo demasiadas preguntas».

Todo estaba perfectamente claro.

No podía seguir flexionando la mano. Había llegado el momento de gritar otra vez pidiendo ayuda. Pero su voz era apenas un susurro. Nadie la oiría.

«Mueve la mano… respira despacio», se recordó. Pero su mente volvía atrás, una y otra vez, a la oración que había aprendido de niña: «Jesusito de mi vida…».