El doctor William Lane cenó en Latham Manor con algunos antiguos huéspedes de la residencia. Disculpó la ausencia de Odile diciendo que tener que alejarse de sus queridos amigos la apenaba muchísimo. En cuanto a él, aunque lamentaba dejar la residencia, una experiencia tan agradable en su carrera profesional, asumía toda la responsabilidad de lo ocurrido.
—Tengan ustedes la tranquilidad de que semejante indiscreción no volverá a repetirse —prometió refiriéndose a la filtración de información privilegiada por parte de Janice Norton.
Letitia Bainbridge había aceptado la invitación a cenar en la mesa del doctor Lane.
—Tengo entendido que la enfermera Markey ha presentado una denuncia contra usted ante la comisión deontológica en la que afirma que usted dejaba morir a la gente.
—Sí, eso creo. Naturalmente no es verdad.
—¿Y qué piensa su mujer de eso? —insistió la señora Bainbridge.
—Está muy apenada. Consideraba a la enfermera Markey una auténtica amiga.
Y encima eso, Odile, añadió para sus adentros.
Su despedida fue elegante y escueta.
—A veces es conveniente dejar a otros las riendas. Siempre he intentado hacer las cosas lo mejor que podía. Si soy culpable de algo, es de haber confiado en una ladrona, pero no de negligencia grave.
No sé qué va a pasar ahora, pero el próximo trabajo lo conseguiré por mi cuenta, pensó el doctor Lane durante la corta caminata entre la mansión y la casa anexa. Pasara lo que pasase, estaba decidido a no seguir ni un día más con Odile.
Cuando subió al primer piso, la puerta del cuarto estaba abierta y Odile estaba hablando por teléfono, aparentemente gritándole a un contestador automático.
—¡No puedes hacerme esto! ¡No puedes abandonarme así! ¡Llámame! Tienes que ocuparte de mí. ¡Me lo prometiste! —Y colgó bruscamente.
—¿Con quién hablabas, querida? —preguntó Lane desde la puerta—. ¿Con el misterioso benefactor que hizo que me dieran este puesto? Quienquiera que sea, no lo molestes más por mí. A partir de ahora, pase lo que pase, ya no necesito tu ayuda.
Odile lo miró con ojos hinchados por el llanto.
—William, ¿no hablarás en serio?
—Sí, muy en serio. —La observó detenidamente—. Estás asustada, ¿no? Me pregunto por qué. Siempre sospeché que debajo de ese barniz de cabeza de chorlito, se ocultaba algo.
»No es que me interese —continuó mientras abría el armario y sacaba la maleta—, pero tengo cierta curiosidad. Anoche, tras mi pequeña recaída, estaba un poco confuso. Pero cuando me despejé, empecé a pensar e hice algunas llamadas. —Se volvió hacia su mujer—. Odile, anoche no te quedaste a la cena en Boston. No sé adónde fuiste, pero volviste con los zapatos perdidos de fango, ¿no?