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Letitia Bainbridge se había negado rotundamente a ir al hospital.

—Anula esa ambulancia que has llamado, o ve tú en ella —le dijo a su hija con tono cortante—, porque no pienso ir a ninguna parte.

—Pero mamá, no estás bien —protestó Sarah Cushing, que sabía de sobras que no valía la pena discutir. Cuando su madre se empecinaba, era inútil seguir hablando.

—¿Y quién está bien a los noventa y cuatro años? —replicó la señora Bainbridge—. Sarah, te agradezco tu preocupación, pero aquí están pasando muchas cosas y no pienso perdérmelas.

—¿Al menos dejarás que te suban la comida en una bandeja?

—No pienso cenar. Sabes muy bien que el doctor Evans me visitó hace pocos días y no me encontró nada.

Sarah Cushing se dio por vencida de mala gana.

—Muy bien, pero tienes que prometerme una cosa. Si no te sientes bien, dejarás que te lleve a ver otra vez al doctor Evans. No quiero que te visite el doctor Lane.

—Ni yo. La enfermera Markey, por muy cotilla que sea, se dio cuenta de que Greta Shipley no estaba bien la semana pasada e intentó que Lane hiciera algo. Él, por supuesto, no le encontró nada; estaba equivocado y ella tenía razón. ¿Sabes por qué quería interrogarla la policía?

—No lo sé.

—¡Pues averígualo! —Soltó, y añadió en voz más baja—: Estoy preocupada por Maggie Holloway. Es una chica maravillosa. Hoy en día los jóvenes son indiferentes e impacientes con los viejos fósiles como yo; pero ella no. Todos rezamos para que la encuentren.

—Lo sé; yo también rezo.

—Muy bien, ve abajo a enterarte de las últimas noticias. Empieza con Angela, que no se pierde nada.

*****

Neil había llamado al doctor Lane desde el teléfono del coche de su padre para decirle que pasaría por allí para hablar con él sobre la solicitud de los Van Hilleary para residir en Latham Manor. El médico le respondió con tono indiferente que lo recibiría.

Los recibió la misma empleada atractiva que la vez anterior. Neil recordó que se llamaba Angela. Cuando llegaron, Angela hablaba con una elegante mujer de más de sesenta años.

—Le avisaré al doctor Lane que ya están aquí —dijo en voz baja, y, mientras se dirigía al intercomunicador, la otra mujer se acercó a ellos.

—No quisiera parecer curiosa, pero ¿son ustedes policías? —preguntó.

—No —respondió Robert Stephens—. ¿Por qué lo pregunta? ¿Hay algún problema?

—No. Bueno, espero que no. Me llamo Sarah Cushing. Mi madre, Letitia Bainbridge, reside aquí. Se encariñó mucho con una joven llamada Maggie Holloway que al parecer ha desaparecido. Mi madre está ansiosa por tener noticias de ella.

—Nosotros también le tenemos mucho cariño —dijo Neil, que sentía otra vez el nudo en la garganta que amenazaba con hacerle perder la compostura—. ¿Podríamos hablar con su madre después de ver al doctor Lane?

Como notó cierta vacilación en Sarah Cushing, se sintió en la obligación de explicarle algo más.

—Estamos intentando averiguar si Maggie dijo algo a alguien que nos ayude a encontrarla… —Se mordió el labio, incapaz de continuar.

Sarah Cushing lo estudió y percibió su alteración. Sus glaciales ojos azules se ablandaron.

—Muy bien. Pueden ir a ver a mi madre —dijo con énfasis—. Los esperaré en la biblioteca y subiré con ustedes.

La empleada había regresado.

—El doctor Lane los espera.

Por segunda vez, Neil y Robert Stephens siguieron a la chica hasta el despacho de Lane. Neil se recordó que, para el doctor Lane, había ido a hablar de los Van Hilleary. Se obligó a repetir las preguntas que iba a hacerle en nombre de éstos. ¿Latham Manor era propiedad de Residencias Prestigio y estaba gestionada por ésta, o era una concesión? Necesitaba confirmar que había suficiente capital no hipotecable. ¿Había algún descuento si los Van Hilleary decoraban y amueblaban la suite por su cuenta?

Padre e hijo se quedaron perplejos cuando llegaron al despacho del doctor. El hombre que se encontraron sentado al escritorio estaba tan cambiado que parecía otro. El amable y atento director que habían conocido la semana anterior se había esfumado.

Lane parecía enfermo y abatido. Tenía un color grisáceo y los ojos hundidos. Los invitó a sentarse con apatía y les dijo:

—Creo que quieren hacerme algunas preguntas. No tengo inconveniente en responderlas, pero el próximo fin de semana, cuando vengan sus clientes, los recibirá el nuevo director.

Lo han despedido, pensó Neil. ¿Por qué? Y decidió lanzarse.

Verá, no sé lo que está pasando aquí, y evidentemente no le pido que me explique por qué se marcha. —Se detuvo—. Pero estoy al tanto de que la contable ha filtrado información financiera confidencial. Ésa es una de mis preocupaciones.

—Sí, acabamos de enterarnos del problema y estoy seguro de que no volverá a suceder en esta casa —dijo Lane.

—Lo comprendo —continuó Neil. En el negocio financiero, desgraciadamente, a menudo nos topamos con el uso indebido de información privilegiada.

Vio que su padre lo miraba con curiosidad, pero tenía que tratar de averiguar si ésa era la razón del despido de Lane. Lo dudaba y sospechaba que tenía que ver con la súbita muerte de algunos huéspedes.

—Conozco el problema —dijo Lane—. Antes de que me dieran este puesto, mi esposa trabajaba en una empresa financiera de Boston, Randolph y Marshall. Desde luego hay gente deshonesta en todas partes. En fin, intentaré responder a todas sus preguntas. Latham Manor es una residencia maravillosa y puedo asegurarle que nuestros huéspedes están muy satisfechos.

Al cabo de quince minutos, cuando salieron del despacho, Robert Stephens comentó:

—Neil, este tipo está muerto de miedo.

—Ya. Y no sólo por su empleo.

Estoy perdiendo el tiempo en este lugar, pensó. Había mencionado el nombre de Maggie y la única reacción de Lane había sido una cortés preocupación por su bienestar.

—Papá, creo que no vale la pena que hablemos con más gente —dijo cuando llegaban al vestíbulo de entrada—. Voy a forzar la puerta de la casa de Maggie. Si la registramos, quizá encontremos alguna pista de adónde fue anoche.

Sin embargo, Sarah Cushing los esperaba.

—He llamado a mi madre. Tiene muchas ganas de hablar con usted.

Neil estaba a punto de disculparse, pero vio la mirada de advertencia de su padre.

—¿Neil, por qué no vas a ver a la señora un momento? —dijo Robert Stephens—. Yo voy a hacer unas llamadas desde el coche. Iba a decirte que tengo una llave de la nueva cerradura de la casa de Maggie. Ella misma me la dio, por si alguna vez se olvidaba la suya. Voy a llamar a tu madre para que nos la lleve a la casa, y también al detective Haggerty.

Su madre tardaría media hora en llegar a casa de Maggie, calculó Neil.

—Me encantaría conocer a su madre, señora Cushing —accedió.

Mientras subía a la habitación de Letitia Bainbridge, decidió preguntarle por la conflictiva conferencia de Earl Bateman en Latham Manor.

Bateman era la última persona que había visto a Maggie el día anterior, razonó Neil. Después había hablado con el detective Haggerty, pero nadie recordaba haberla visto.

¿Alguien había pensado en ello?, se preguntó. ¿Alguien había comprobado si Bateman, después del museo, se había ido directamente a Providence?

—Éste es el apartamento de mi madre —dijo Sarah Cushing. Golpeó, esperó que la invitaran a pasar y abrió la puerta.

La señora Letitia Bainbridge, completamente vestida, estaba sentada en un sillón de orejas. Invitó a entrar a Neil con un ademán y le señaló la silla de al lado.

—Por lo que Sarah me ha dicho, parece que es usted el pretendiente de Maggie. Debe de estar muy preocupado. Todos lo estamos. ¿Cómo podemos ayudar?

Calculando que Sarah Cushing tendría casi setenta años, Neil estimó que esa mujer de ojos brillantes y voz clara debía de tener noventa o más. Parecía como si no se le escapara nada. Que me diga algo que nos ayude, rogó.

—Señora Bainbridge, espero que no le moleste que sea absolutamente franco con usted. Por razones que aún desconozco, Maggie empezó a tener graves sospechas sobre algunas muertes recientes en esta residencia. Sabemos que ayer por la mañana pidió los obituarios de seis mujeres, cinco de las cuales residían aquí y murieron hace poco. Las cinco murieron mientras dormían, sin ningún tipo de atención. Ninguna de ellas tenía parientes cercanos.

—¡Dios mío! —exclamó asombrada Sarah Cushing.

Letitia Bainbridge no se inmutó.

—¿Está hablando de negligencia o de asesinato? —preguntó.

—No lo sé. Sólo sé que Maggie empezó una investigación al menos sobre dos de las fallecidas y ha desaparecido. Y acabo de enterarme que han despedido al doctor Lane.

—Yo también acabo de enterarme, madre —dijo Sarah Cushing—. Pero todo el mundo piensa que es por lo de la contable.

—¿Y qué pasa con la enfermera Markey? —le preguntó la señora Bainbridge a su hija—. ¿La policía la ha interrogado por eso? Por lo de las muertes, digo.

—Nadie lo sabe, pero está muy alterada. Y, por supuesto, la señora Lane también. Me han dicho que las dos se han encerrado en el despacho de la enfermera.

—Ah, esas dos siempre andan cuchicheando —dijo Letitia Bainbridge con desdén—. No sé de qué pueden hablar. Markey puede ser muy desagradable, pero al menos tiene cerebro. La otra es una cabeza hueca allí donde las haya.

Esto no me llevará a ninguna parte, pensó Neil.

—Señora Bainbridge, no tengo mucho tiempo. Me gustaría preguntarle una cosa más. ¿Asistió usted a la conferencia del profesor Bateman, la que causó tanto alboroto?

—No. —La señora Bainbridge fulminó a su hija con la mirada—. Ésa fue otra de las veces en que Sarah insistió que descansara, así que me perdí toda la acción. Pero Sarah sí estuvo.

—Te aseguro, madre, que no habrías disfrutado con una de esas campanillas en la mano y alguien diciéndote que imaginaras que te habían enterrado viva —replicó la hija—. Voy a contarle exactamente lo que pasó, señor Stephens.

Bateman tiene que estar loco, pensó Neil mientras la mujer le explicaba su versión de los hechos.

—Estaba tan enfadada que le dije de todo a ese hombre y casi le arrojo a la cabeza la caja de esas espantosas campanillas —continuó Sarah—. Al principio parecía avergonzado y arrepentido, pero después puso una cara que me asustó. Ha de ser una persona con un carácter aterrador. Y, naturalmente, ¡la enfermera Markey tuvo el descaro de defenderlo! Después hablé con ella y se mostró insolente. Me dijo que el profesor Bateman estaba tan alterado que creía que ya no podría volver a ver esas campanillas que le habían costado una fortuna.

—Todavía lamento no haber asistido —intervino la señora Bainbridge—. Y en cuanto a la enfermera Markey —continuó, con tono reflexivo—, para ser justa, muchos huéspedes la consideran una excelente profesional. Para mí es molesta, prepotente y entrometida, y prefiero tenerla lo más lejos posible. —Hizo una pausa y añadió—: Señor Stephens, quizá sea ridículo, pero creo que el doctor Lane, a pesar de sus errores y defectos, es un hombre bondadoso. Y tengo muy buen ojo para juzgar a las personas.

*****

Al cabo de media hora, Neil y su padre se dirigían a casa de Maggie. Dolores Stephens ya estaba allí cuando llegaron.

Miró a su hijo y le cogió la cara entre las manos.

—La encontraremos —le dijo con determinación.

Neil, incapaz de hablar, asintió.

—¿Dónde está la llave, Dolores? —preguntó Robert Stephens.

—Aquí.

La llave abrió la cerradura nueva de la puerta de atrás y, mientras entraba en la cocina, Neil pensó que todo había empezado en ese lugar, con el asesinato de la madrastra de Maggie.

La cocina estaba ordenada. No había platos en el fregadero. Neil abrió el secaplatos y vio un par de tazas y tres o cuatro platos pequeños.

—Me pregunto si anoche cenó fuera —dijo.

—A lo mejor se preparó un bocadillo —sugirió la madre. Había abierto la nevera y vio un poco de embutido cortado. Señaló unos cuchillos en la canasta para escurrir cubiertos.

—No hay ningún bloc de notas junto al teléfono —comentó Robert Stephens—. Sabíamos que estaba preocupada por algo. Estoy enfadado conmigo mismo —soltó—. Ayer, cuando vine, tendría que haberla obligado a quedarse en nuestra casa.

La sala y el comedor también estaban en orden. Neil estudió el jarrón con rosas que había en la mesa de centro y se preguntó quién se las habría mandado. Probablemente Liam Payne, pensó. Maggie lo había mencionado en la cena. Neil lo había visto un par de veces y no lo conocía mucho, pero podía ser el sujeto que había visto salir de casa de Maggie el viernes por la noche.

En la habitación pequeña de arriba, estaban los efectos personales de la madrastra que Maggie había embalado: bolsas pulcramente etiquetadas con ropa, bolsos, lencería y zapatos. Maggie aún seguía en el mismo cuarto que el día que habían arreglado los pestillos de las ventanas.

Después entraron en la habitación principal.

—Parece que anoche pensaba dormir aquí —dijo Robert Stephens señalando la cama hecha.

Neil, sin responder, se dirigió al taller del segundo piso. La luz que había visto la noche anterior, mientras esperaba en el coche a que Maggie volviese, seguía encendida, enfocando una foto sujeta a un tablero. Neil recordó que la fotografía no estaba allí el domingo por la tarde.

Empezó a cruzar la habitación y se paró en seco. Un escalofrío le recorrió la espalda: en la mesa de trabajo, bajo la luz de un foco, había dos campanillas de metal. Supo, con absoluta certeza, que esas dos eran parte del lote que había usado Earl Bateman en la conferencia de Latham Manor y que había apartado para no volver a ver jamás.