83

—Maggie, no estarás pidiendo ayuda, ¿no? Eso no está bien.

¡Dios mío, no! ¡Ha vuelto! Su voz, grave y resonante, apenas se oía a través de la lluvia y de la tierra.

—Te estarás mojando ahí debajo. Me alegro. Quiero que te mojes, que tengas frío y miedo. Apuesto a que también tienes hambre. ¿O quizá sólo sed?

No respondas, se dijo. No le supliques. Eso es lo que quiere.

—Habéis arruinado mi vida, Nuala y tú. Ella había empezado a sospechar, por eso tenía que morir. Y todo iba tan bien. Latham Manor… yo soy el dueño, ¿sabes?, pero el equipo de dirección no sabe quién soy. Tengo un holding. Y tenías razón con lo de las campanillas. Esas mujeres no fueron enterradas vivas, sino sólo un poco antes de lo que Dios tenía previsto. Les puse las campanillas en las tumbas porque tendrían que haber vivido un poco más. Una pequeña broma personal. Tú eres la única que he enterrado viva.

»Cuando exhumen sus cuerpos le echarán la culpa al doctor Lane. Pensarán que fue un error suyo ese cóctel de medicamentos. De todas formas es un médico terrible con unos antecedentes espantosos, y, para colmo, ha tenido problemas con el alcohol. Por eso lo hice contratar. Pero por tu estúpida injerencia no podré llamar a mi ángel de la muerte para que ayude a esas viejecillas a irse a la tumba un poco antes. Y es una desgracia; deseo ese dinero. ¿Sabes cuánto se gana vendiendo esas habitaciones? Mucho. ¡Muchísimo!

Maggie cerró los ojos tratando de borrar de su mente la cara de aquel loco asesino. Era casi como si pudiera verlo.

—Supongo que habrás adivinado que la campanilla de tu tumba no tiene badajo. Ahora adivina esto: ¿cuánto durarás cuando tape el tubo de ventilación?

Sintió que le caía un puñado de tierra sobre la mano. Intentó frenéticamente meter el dedo en el tubo para que no se tapara, pero cayó otro puñado de tierra.

—Ah, una cosa más, Maggie. —La voz sonó de repente más amortiguada—. He quitado las campanillas de las otras tumbas. Me pareció una buena idea. Cuando vuelvan a enterrar los cuerpos, las pondré otra vez. Espero que tengas un buen sueño eterno.

Oyó el ruido de un golpe en el tubo, y después silencio. Se había marchado. Y había tapado el tubo. Maggie empezó a hacer lo único que creía que podía salvarla: mover la mano izquierda de modo que el cordel impidiera que el barro se endureciera. Dios mío, rogó, que alguien vea que la campanilla se mueve. ¿Cuánto tardaría en consumir el oxígeno? ¿Horas? ¿Días?

—Neil, ayúdame, ayúdame —susurró—. Te necesito. Te quiero. No quiero morir.