Maggie empezó a temblar. ¿Cuánto hacía que estaba allí? ¿Se había dormido o había perdido la conciencia? Le dolía la cabeza, y tenía sed y la boca reseca. ¿Cuánto hacía que había gritado por última vez pidiendo ayuda? ¿Alguien la buscaba? ¿Alguien se había percatado de su desaparición?
Neil. Dijo que la llamaría esa noche. No, anoche, se dijo tratando de no perder el sentido del tiempo. Recordó que a las nueve estaba en el museo. Hace horas que estoy aquí. Ahora debe de ser por la mañana. ¿O por la tarde?
Neil la llamaría.
¿Lo haría?
Como había rechazado sus muestras de preocupación, quizá no la llamaría. Como se había mostrado fría con él, quizá Neil se desentendería de ella. No, no, rogó. Neil jamás haría algo así. La buscaría.
—Búscame, Neil, por favor, búscame —murmuró y reprimió las lágrimas.
La cara de Neil apareció en su mente. Alterado, preocupado por ella. Ojalá le hubiera contado lo de las campanillas de las tumbas, ojalá le hubiera pedido que la acompañara al museo.
¡El museo!, pensó de repente. La voz detrás de ella.
Volvió a ver mentalmente la secuencia del ataque. Al girarse, se encontró con aquella expresión maligna y homicida antes de que la linterna la golpeara en la cabeza. Seguro que tenía esa cara cuando mató a Nuala.
Ruedas. No estaba totalmente inconsciente cuando sintió que la llevaban sobre ruedas. Y una voz de mujer. Oyó una voz familiar de mujer hablando con él. Maggie gimió al recordar de quién era la voz.
Tengo que salir de aquí, pensó. No puedo morir; sabiendo lo que sé, no debo morir. Ella volverá a hacerlo para él. Sé que volverá a hacerlo.
—¡Socorro! —gritó.
Gritó una y otra vez hasta que se obligó a callar. No caigas presa del pánico, se riñó. Y no te desesperes. Contaré despacio hasta quinientos y después gritaré tres veces, decidió, y seguiré así.
Oyó un ruido regular y amortiguado en lo alto, y sintió una gota fría en la mano. Llovía, y el agua entraba por el tubo del cordel.