A las ocho y media, Maggie Holloway decidió salir rumbo al museo funerario de Earl Bateman. Había cogido la campanilla encontrada en el armario para compararla con la de la tumba de Nuala. Las dos estaban sobre la mesa del taller, iluminadas por un foco.
Casi sin pensarlo había sacado la Polaroid que utilizaba cuando preparaba una sesión fotográfica, para hacer una foto de las dos campanillas juntas. Sin embargo, no se quedó a esperar a ver la imagen, sacó la foto de la cámara y la dejó sobre la mesa del taller para estudiarla cuando volviera.
Después, con el pesado equipo fotográfico a cuestas, dos cámaras y todos los carretes y lentes, salió de la casa. Detestaba tener que volver a ese lugar, pero no había otra manera de buscar las respuestas que necesitaba.
Acaba de una vez con esto, se dijo mientras echaba doble llave a la puerta de entrada y subía al coche.
Al cabo de quince minutos pasaba por delante de la Funeraria Bateman. Al parecer habían tenido una tarde ajetreada. Una hilera de coches salía en aquel momento del camino.
Mañana otro funeral… Bueno, al menos no es alguien relacionado con Latham Manor, pensó Maggie con tristeza. Ayer, por lo menos, estaba todo el mundo, no faltaba nadie.
Giró a la derecha por la tranquila calle donde se emplazaba el museo, entró en el aparcamiento, aliviada de no ver el coche fúnebre, y recordó que Earl le había dicho que iba a guardarlo en el garaje.
Mientras se acercaba al viejo edificio, se sorprendió al ver que detrás de la cortina de una ventana de la planta baja emergía una luz débil. Seguramente está conectada a un temporizador y se apagará más tarde, pensó. Bueno, me ayudará a orientarme. No obstante, había llevado una linterna; aunque Earl Bateman le había dicho que podía volver, no quería encender luces que revelaran su presencia.
La llave estaba debajo de la jardinera, donde la había dejado Earl. Produjo un chasquido seco, como cuando él la hizo girar en la vieja cerradura. Y también como en la visita anterior, lo primero que vio fue el lacayo de librea, aunque esta vez su mirada parecía más hostil que atenta.
No me agrada nada estar aquí, pensó mientras subía corriendo por la escalera, intentando evitar echar siquiera un vistazo a la sala donde yacía el maniquí de la muchacha en el sofá.
De igual modo, al llegar al rellano y encender la linterna, trató de no pensar en las salas del primer piso. Dirigió el haz hacia abajo y siguió hasta el segundo rellano a pesar de que el recuerdo de lo que había visto la agobiaba: esas dos habitaciones grandes al final del pasillo, una con el funeral del aristócrata de la antigua Roma, la otra llena de ataúdes. Ambas eran espeluznantes, pero el espectáculo de los ataúdes le parecía el más turbador.
Tenía la esperanza de que el segundo piso fuera como el de la casa de Nuala: un taller con armarios grandes y estanterías. Desgraciadamente se encontró con otra planta llena de habitaciones. Consternada, recordó que Earl le había dicho que la planta superior había sido originariamente la casa de sus tatarabuelos.
Abrió la primera puerta tratando de no ponerse nerviosa. Apuntando la linterna cuidadosamente hacia abajo, vio que había una escena en preparación, una especie de cabaña sobre una estructura de dos palos. Dios sabe qué demonios será o para qué servirá, pensó con un escalofrío. Pero al menos no había ninguna otra cosa digna de repulsión.
Las siguientes dos habitaciones eran parecidas; ambas contenían escenografías inacabadas de ritos mortuorios.
La última era la que buscaba. Era un almacén amplio, con las paredes cubiertas de estanterías llenas de cajas. Los dos percheros de ropa, que tenían desde túnicas de gala hasta prácticamente harapos, cubrían las ventanas. Unos cajones de madera cerrados estaban apilados en desorden.
¿Por dónde empiezo?, pensó al tiempo que la embargaba una sensación de impotencia. Tardaría horas en revisar todo aquello, y, aunque acababa de llegar, ya estaba ansiosa por irse.
Respiró hondo, reprimiendo el impulso de salir corriendo. Dejó el bolso del equipo en el suelo y cerró la puerta del almacén para que no se escapara ni un rayo de luz por las ventanas sin cortinas del pasillo.
Se dijo que todas aquellas cortinas en las ventanas del almacén impedirían que se viera la luz desde fuera. A pesar de todo, mientras avanzaba vacilante por la habitación, se dio cuenta de que temblaba. Tenía la boca seca. Todo su ser se estremecía y le decía que se marchara de aquel lugar.
A su izquierda había una escalera de mano. Obviamente servía para llegar a los estantes de arriba. Parecía vieja y pesada, lo que significaba que, si tenía que arrastrarla cada pocos metros, tardaría más tiempo. Decidió empezar la búsqueda por los estantes que había justo detrás de la escalera, y a partir de allí recorrer toda la habitación. Al subir y mirar hacia abajo, vio que todas las cajas estaban etiquetadas. Al menos Earl tenía todo clasificado; por primera vez vio un destello de esperanza y pensó que quizá no sería un proceso tan difícil como temía.
Aun así, las cajas no parecían seguir ningún orden concreto. Algunas, con la etiqueta de MASCARAS MORTUORIAS, llenaban toda una sección de estanterías. Había otras con diferentes etiquetas: ROPA DE LUTO, LIBREAS, RÉPLICAS DE ANTORCHAS, TAMBORES, PLATILLOS DE BRONCE, PINTURAS RITUALES y cosas por el estilo… pero no campanillas.
Es inútil, nunca las encontraré, se dijo. Había movido la escalera sólo dos veces, y ya hacía más de media hora que buscaba. Movió otra vez la escalera; le molestaba el chirrido que hacía en el suelo. Empezó a subir, pero al llegar al tercer peldaño su mirada se posó sobre una caja grande, apretada entre otras dos, casi oculta detrás de ellas. La etiqueta rezaba: CAMPANILLAS / SEPULTADOS VIVOS.
Cogió la caja y tiró de ella hasta conseguir sacarla. Casi perdió el equilibrio con la caja en brazos. Bajó de la escalera y la apoyó en el suelo. Con una prisa frenética se arrodilló y levantó la tapa. Apartó el material de embalaje y quedó a la vista la primera campanilla de metal, cubierta de plástico, un envoltorio que le daba un engañoso brillo. Sus dedos se movieron con agilidad entre el material de embalaje, hasta que tuvo la certeza de que había sacado todas las campanillas de la caja. Eran seis, idénticas a las que ella había encontrado.
El papel de embalaje todavía estaba dentro de la caja: «12 campanillas victorianas de fundición, encargadas por el Sr. Earl Bateman», rezaba. Doce… pero sólo había seis.
Voy a sacar unas fotos a las campanillas y al papel de embalaje, y después me largo, pensó Maggie. De pronto tuvo unas ganas terribles de marcharse de ese lugar, de estar a salvo con la prueba de que Earl Bateman era un mentiroso y, posiblemente, un asesino.
No supo muy bien qué le hizo darse cuenta de que ya no estaba sola. ¿Fue el ruido amortiguado de una puerta que se abría o el fino haz de luz de otra linterna lo que la alertó?
Se dio la vuelta y levantó la linterna. En ese momento algo la golpeó en la cabeza.
Y después sólo tuvo una impresión de voces y movimiento, y por último, la serenidad de perder la conciencia hasta que despertó a la terrible oscuridad silenciosa de una tumba.