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Cuando Maggie regresó a la casa se quedó un buen rato en el porche respirando hondo, inhalando el aroma fresco, límpido y salado del océano. Después de la visita al museo, aún sentía el olor de la muerte.

Earl Bateman disfrutaba con la muerte, pensó con un escalofrío de repugnancia. Le gustaba hablar de ella, recrearse en ella.

Liam le había dicho que Earl disfrutaba contando cómo se habían asustado las mujeres de Latham cuando les había hecho coger las campanillas. Maggie comprendía el miedo que debieron sentir, aunque la versión de Earl del incidente era distinta; según él, lo había perturbado tanto que había guardado las campanillas en el almacén del segundo piso.

Quizá había un poco de las dos cosas, pensó. Por un lado había disfrutado asustándolas y, por el otro, sin duda se había puesto furioso cuando lo echaron.

Estaba tan ansioso de enseñarle todo lo que había en ese extraño museo que… ¿Por qué no había querido mostrarle las campanillas? Seguro que no era sólo por los recuerdos dolorosos de Latham Manor. ¿No sería porque las había metido en las tumbas de las mujeres de la residencia, mujeres que a lo mejor formaban parte del público la tarde de la conferencia? De pronto la sobresaltó otra idea: ¿Nuala también había asistido?

Había cruzado los brazos y temblaba. Al volverse para entrar en la casa, cogió la nota que le había dejado al comisario Brower en la puerta. Una vez dentro, lo primero que vio fue la foto enmarcada que le había llevado Earl.

—Ay, Nuala —dijo en voz alta mientras la cogió—. Finn-u-ala.

Estudió la foto durante un minuto. Podía cortarla para que quedara sólo Nuala, y después ampliarla.

Para esculpir el busto de Nuala había reunido las fotos más recientes que había en la casa, pero ninguna lo era tanto como ésa. Sería una ayuda perfecta para la etapa final. Decidió llevársela arriba.

Brower le había dicho que pasaría por la tarde, pero ya eran más de las cinco. Decidió continuar trabajando en la escultura, pero, de camino al taller, recordó que el comisario le había dicho que llamaría antes de ir, y desde el taller no oiría el teléfono.

Al pasar por delante del cuarto, cambió de opinión y decidió terminar de sacar los zapatos de Nuala del armario. Antes llevaría la foto al taller.

Una vez en el taller, sacó la fotografía del marco y la sujetó a un tablero, junto a la mesa de trabajo. Encendió un foco y la examinó detenidamente.

Seguro que el fotógrafo les dijo que sonrieran, pensó. La sonrisa surgía con naturalidad en el rostro de Nuala. Pero no es un auténtico primer plano, no muestra lo que vi en sus ojos la noche de la cena.

De pie junto a Nuala, Earl Bateman parecía incómodo, tenso, con una sonrisa forzada. Sin embargo, nada en él indicaba la aterradora obsesividad que ella había visto esa tarde.

Recordó que Liam le había dicho una vez que en la familia había una veta de locura. En aquel momento no se había tomado muy en serio el comentario, pero ahora no estaba tan segura.

Liam probablemente nunca ha salido mal en una foto, pensó mientras seguía estudiando el retrato. Los dos primos tienen un fuerte parecido familiar, sobre todo en la estructura de la cara. Pero lo que en Earl es raro, en Liam es agradable.

Qué suerte tuve de que Liam me llevara a esa fiesta, y qué suerte de ver a Nuala, siguió cavilando mientras bajaba por la escalera. Recordó que habían estado a punto de no verse. Maggie había decidido irse a casa porque Liam, que iba de un lado a otro saludando primos, no le hacía caso. Esa noche se había sentido absolutamente abandonada. Aunque la verdad es que ha cambiado bastante desde que estoy aquí.

Qué debo contarle al comisario Brower cuando venga, se preguntó. Si Earl Bateman puso esas campanillas en las tumbas, el hecho no tiene nada de ilegal. ¿Pero por qué iba a mentirme diciéndome que estaban en el almacén?

Entró en el cuarto y abrió la puerta del armario. Las únicas dos prendas colgadas eran el traje azul de cóctel que Nuala llevaba en el restaurante Four Seasons y la gabardina dorada que había vuelto a colgar cuando Neil y su padre habían movido la cama.

El suelo del armario, sin embargo, estaba lleno de zapatos, zapatillas y botas en desorden.

Maggie se sentó en el suelo y se puso a ordenarlo. Algunos zapatos estaban muy gastados, y los apartó para tirarlos. Pero otros, como el par que creía recordar que Nuala llevaba la noche de la fiesta, era nuevo y parecía bastante caro.

La verdad es que Nuala no era ninguna maniática del orden, pero nunca hubiera tirado un par de zapatos nuevos de esa manera, decidió Maggie. Se le cortó el aliento. Sabía que el intruso que había matado a Nuala había revuelto todos los cajones, pero ¿también se había tomado la molestia de registrar los zapatos?

Dio un brinco al oír el teléfono. El comisario Brower, pensó, y se dijo que no le molestaba en absoluto verlo.

Sin embargo, era el detective Haggerty que la llamaba en lugar de Brower para decirle que el comisario tenía que postergar la visita hasta la mañana siguiente a primera hora.

—Lara Horgan, la médica forense del estado, y él han tenido que salir por una emergencia.

—De acuerdo —respondió Maggie—. Aquí estaré. Por cierto, detective Haggerty, esta tarde Earl Bateman me ha invitado a su museo. —Escogió las palabras con cuidado—. Tiene un hobby tan… peculiar.

—Sí, he estado en ese museo —dijo Haggerty—. Vaya sitio. Aunque no me parece un hobby tan peculiar, teniendo en cuenta que viene de una familia de cuatro generaciones de empresarios de pompas fúnebres. A su padre lo desilusionó que él no quisiera seguir con el negocio. Pero se podría decir que, a su manera, sí ha seguido. —Sonrió.

—Supongo que sí. —Maggie hablaba despacio, sopesando sus palabras—. Me han dicho que sus conferencias tienen mucho éxito, pero me he enterado de que hubo un lamentable incidente en Latham Manor. ¿Sabe algo de eso?

—No mucho, pero si yo tuviera la edad de esa gente, tampoco me gustaría que me hablaran de funerales. ¿Y a usted?

—No, desde luego.

—Nunca he ido a ninguna de sus conferencias —continuó Haggerty—. No me gusta cotillear, pero la gente de aquí cree que eso del museo es una locura. Pero, vaya, los Bateman tienen capital para comprar y vender a todos los Moore juntos. Quizá a Earl no se le note, pero tiene mucho dinero. Le viene por el lado paterno.

—Comprendo.

—El clan Moore lo llama el «primo bicho raro», pero yo diría que están celosos.

Maggie se acordó de cómo había visto a Earl ese mismo día: mirando fijamente el lugar donde había caído el cuerpo de Nuala, llevándola de sala en sala frenéticamente, sentado en el coche fúnebre con la vista clavada en ella.

—O a lo mejor porque lo conocen demasiado bien —dijo—. Gracias por llamar, detective Haggerty.

Colgó, aliviada de no haber mencionado las campanillas. Estaba segura de que Haggerty, risueño, habría atribuido la extraña aparición de las campanillas en las tumbas a otra excentricidad de rico.

Maggie volvió a ocuparse de los zapatos. Esta vez decidió que lo más sencillo era meter la mayoría en bolsas de basura. Unos zapatos viejos y pequeños no le servirían a nadie. Sin embargo, valía la pena conservar las botas forradas de piel; la izquierda estaba caída. Cogió la izquierda y alargó la mano para coger la otra. Mientras la levantaba, oyó un tañido amortiguado que venía del interior del calzado.

—¡Dios mío, no!

Sabía lo que encontraría, incluso antes de meter la mano dentro del forro de piel. Los dedos se cerraron sobre el metal frío, y, al retirarlo, estuvo segura de haber hallado lo que el asesino de Nuala buscaba: la campanilla que faltaba.

Nuala la encontró en la tumba de la señora Rhinelander, pensó; su mente funcionaba al margen de sus manos temblorosas. La miró: exactamente igual a la encontrada en la tumba de Nuala.

Tenía unas motas de tierra seca pegadas al borde. Otras diminutas partículas se deshicieron sobre sus dedos. Recordó los terrones de tierra encontrados en el bolsillo de la gabardina, y que cuando había vuelto a colgar el traje de cóctel, había tenido la impresión de que algo se caía.

Nuala llevaba la gabardina el día que sacó la campanilla de la tumba de la señora Rhinelander, pensó. Seguramente se asustó y la dejó en el bolsillo por alguna razón. ¿La encontró el día que cambió el testamento? ¿El día antes de su muerte? ¿De alguna manera confirmaba las sospechas que había empezado a tener sobre la residencia?

Earl le había asegurado que las campanillas que había hecho forjar estaban en el almacén del museo. Si las doce seguían allí, entonces otra persona había puesto otras en las tumbas, razonó.

Earl había vuelto de Providence y la llave del museo estaba debajo de la jardinera del porche. Aunque le contara a la policía lo de las campanillas, y suponiendo que la tomaran en serio, cosa que creía poco probable, no tendrían derecho legal de entrar en el museo a buscar las doce que Earl afirmaba tener.

Pero él me invitó a ir al museo cuando quisiera para ver qué imágenes pueden servir para los programas, pensó. Llevaré la cámara como excusa, por si alguien me ve. Pero no quiero que me vea nadie. Esperaré a la noche e iré después. Hay una sola manera de averiguarlo: buscar la caja de las campanillas en el almacén. Estoy segura de que no encontraré más de seis. Y si es así, sabré que ha mentido. Tomaré unas fotos para comparar las campanillas con las de las tumbas y las dos que tengo. Y mañana, cuando venga el comisario Brower, le daré el carrete y le diré que creo que Earl Bateman encontró la manera de vengarse de los huéspedes de Latham Manor con la ayuda de la enfermera Zelda Markey.

¿Venganza? Maggie se quedó de piedra ante la magnitud de lo que estaba pensando. Sí, poner las campanas en las tumbas de las mujeres que habían sido cómplices de la humillación era una forma de venganza. Pero ¿eso le había bastado? ¿O cabía la posibilidad de que, en cierto modo, estuviera implicado en sus muertes? Y era evidente que la enfermera Zelda Markey estaba ligada a Earl de alguna manera. ¿Sería su cómplice?