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El doctor William Lane llegó al hotel Ritz-Carlton de Boston poco antes de las cinco. Había un cóctel y una cena en honor a un cirujano que se retiraba. Odile había llegado antes para hacer unas compras e ir a su peluquería favorita. Como siempre que tenían ese tipo de actividades, ella cogía una habitación en el hotel para pasar la tarde.

Mientras cruzaba Providence, el buen humor de Lane fue desapareciendo gradualmente. La satisfacción que sentía por las noticias de los Van Hilleary daba paso a una alarma mental parecida a un detector de humos. Algo iba mal, pero todavía no sabía qué.

La alarma mental había empezado a sonar nada más salir de la residencia, después de que Sarah Bainbridge Cushing telefoneara para decir que iba a visitar otra vez a su madre. Le dijo que Letitia Bainbridge la había llamado poco después del almuerzo para decirle que no se sentía bien, y que estaba nerviosa porque la enfermera Markey seguía entrando a su habitación sin llamar.

La semana anterior, tras las quejas de Greta Shipley, ya le había llamado la atención a Markey por ese mismo motivo. ¿Qué pretendía? El doctor Lane echaba chispas. Muy bien, no volvería a hablar con ella, llamaría directamente a Residencias Prestigio y les diría que la echaran.

En el momento en que llegó al Ritz, Lane estaba completamente alterado, y cuando entró en la habitación de su mujer y la vio con una bata de volantes empezando a maquillarse, se puso aún de peor humor. No puedo creer que haya estado de compras hasta esta hora, pensó con creciente irritación.

—Hola, cariño —le sonrió Odile con expresión aniñada—. ¿Qué te parece mi pelo? He dejado que Magda probara algo diferente. Espero que no me haya dejado como una enredadera. —Sacudió la cabeza juguetona.

Era verdad que Odile tenía una bonita cabellera rubia, pero Lane estaba cansado de tener que admirarla todo el tiempo.

—Estás bien —dijo sin ocultar su irritación.

—¿Bien nada más? —repuso su mujer con un aleteo de pestañas.

—Mira, Odile, me duele la cabeza. Y creo que no hace falta que te diga que estas últimas semanas en la residencia no han sido fáciles.

—Ya lo sé, cariño. ¿Por qué no te acuestas un rato mientras termino de ondear el rizo?

Ésa era otra bobada de Odile que lo sacaba de quicio, siempre decía «ondear el rizo» en lugar de «rizar el rizo». Le encantaba que alguien la corrigiera, porque entonces aprovechaba para señalar que la expresión provenía de Shakespeare y se citaba mal: «Dorar el oro pulido, ondear el rizo».

La aspirante a intelectual, pensó Lane con dentera.

—Escucha, Odile. La fiesta empieza dentro de diez minutos —dijo echando un vistazo al reloj. ¿No es mejor que empieces a moverte?

—Ay, William, nadie llega a un cóctel a la hora en punto —dijo con la vocecilla de niña—. ¿Por qué estás enfadado conmigo? Sé que algo te preocupa pero, por favor, háblalo conmigo y trataré de ayudarte. Otras veces te he ayudado, ¿no? —Parecía a punto de hacer pucheros.

—Claro que sí —dijo Lane cediendo, y decidió hacerle el cumplido que la tranquilizaría—. Odile, eres una mujer guapísima. —Trató de parecer cariñoso—. Incluso antes de que ondees el rizo, estás guapísima. Podrías ir a la fiesta tal como estás y eclipsarías a todas las demás. —Y, mientras ella empezaba a sonreír, añadió—: Pero tienes razón, estoy preocupado. La señora Bainbridge no se encontraba muy bien esta tarde, y me sentiría mejor si estuviera cerca, por si hubiera alguna urgencia. Así que…

—Ay… —suspiró ella, sabiendo lo que se avecinaba—. ¡Qué desilusión! Esta noche tenía ganas de ver a todos los invitados y pasar un rato con ellos. Quiero mucho a nuestros huéspedes, pero tampoco debemos entregarles nuestra vida entera.

Era la reacción que Lane esperaba.

—No quiero que te sientas decepcionada —dijo con determinación—. Quédate y diviértete. Mira, duerme en el hotel y vuelve mañana. No quiero que conduzcas de noche sola.

—¿Estás seguro?

—Completamente. Ahora voy a asomarme un momento a la fiesta, y después vuelvo a Newport. Saluda de mi parte a todos los que pregunten por mí.

La alarma de aviso en su mente se había convertido en una sirena estridente. Quería salir corriendo, pero se detuvo para despedirse de su mujer con un beso, que le cogió la cara entre las manos.

—Ay, querido, espero que no le pase nada a la señora Bainbridge, al menos por el momento. Es muy mayor, es verdad, y no se puede esperar que viva eternamente, pero es un amor. Si sospechas que pasa algo grave, llama a su médico de cabecera inmediatamente. No quiero que vuelvas a firmar otro certificado de defunción tan pronto. Recuerda los problemas en la última residencia.

Lane le sujetó las manos. Quería estrangularla.