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—Estoy muy orgulloso de mi museo —le explicó Earl mientras le abría la puerta del coche a Maggie.

Ella había rechazado la oferta de ir en el coche de él y notó que su negativa le había fastidiado.

Mientras seguía al Oldsmobile gris de Earl y pasaba por delante de la Funeraria Bateman, se dio cuenta de por qué no había visto el museo hasta entonces. Daba a una calle lateral, al fondo del edificio grande, y tenía su propio aparcamiento detrás, en el que sólo había otro vehículo, un coche fúnebre.

Earl lo señaló.

—Tiene treinta años —explicó con orgullo—. Mi padre iba a venderlo cuando ingresé en la universidad, pero le pedí que me lo regalara. Lo tengo en el garaje y sólo lo saco en verano, cuando abro el museo al público, aunque sólo un par de horas los fines de semana. De alguna manera marca la pauta del lugar, ¿no crees?

—Supongo que sí —respondió Maggie insegura.

Durante los últimos diez días he tenido coches fúnebres para el resto de mi vida, pensó. Se volvió para estudiar la casa victoriana de tres pisos, con un amplio porche y adornos cursis. Estaba pintada igual que la Funeraria Bateman, de blanco satinado con persianas negras. Unas cintas negras colgadas de la puerta de entrada se agitaban al viento.

—La casa fue construida en 1850 por mi tatarabuelo —explicó Earl—. Fue nuestra primera funeraria. En aquella época, la familia vivía en el piso de arriba. Mi abuelo construyó el edificio actual y mi padre lo amplió. Por una temporada ésta fue la casa del vigilante. Hace diez años, cuando vendimos el negocio, separamos esta casa y cuatro mil metros de terreno de los que me hice cargo. Abrí el museo poco después, pero había estado preparando la colección durante años.

Earl cogió a Maggie del codo.

—Hoy tendrás el gusto de conocer el museo. Y recuerda que quiero que mires todo con ojo de fotógrafa y me indiques qué material gráfico debería proponer. No me refiero sólo a los programas, sino también a algo que pueda servir de apertura y de cierre, una especie de firma propia.

Estaban en el porche, una plataforma amplia con barandilla y varias jardineras de violetas y clavellinas, como para compensar esa especie de ambiente mortuorio. Bateman levantó el borde de la jardinera más cercana y sacó la llave.

—¿Ves cómo confío en ti, Maggie? Te estoy mostrando dónde escondo la llave. Es una cerradura antigua y la llave pesa mucho para llevarla encima. —Se detuvo en la puerta y señaló las cintas—. En nuestra sociedad se acostumbraba ponerlas en la puerta para indicar que la casa estaba de luto.

¡Dios mío! ¿Cómo puede disfrutar con esto?, pensó Maggie temblando ligeramente. Se dio cuenta de que tenía las manos húmedas y se las metió en los bolsillos de los tejanos. De pronto tuvo la idea irracional de que no podía entrar en una casa de luto vestida con una camisa a cuadros y tejanos.

La llave chirrió al girar, Earl Bateman empujó la puerta y dio un paso atrás.

—¿Qué me dices de todo esto? —preguntó orgulloso mientras Maggie entraba despacio.

El muñeco de un hombre tamaño natural con librea negra esperaba en el recibidor, como dispuesto a recibir invitados.

—Emily Post, en su primer libro de urbanidad, publicado en 1922, escribió que si alguien moría, el mayordomo debía estar en la puerta vestido con su ropa habitual hasta que lo reemplazara un lacayo con librea.

Earl quitó de la manga del maniquí algo que Maggie no alcanzó a ver.

—Verás —dijo con seriedad—, las salas de esta planta están dedicadas a las costumbres fúnebres de este siglo; pensé que una figura con librea sorprendería a los visitantes. ¿Cuántas personas hoy en día, por muy ricas que sean, tendrían un lacayo con librea de pie en la puerta cuando muere un familiar?

La mente de Maggie dio un brusco salto en el tiempo, hasta el penoso día, cuando ella tenía diez años, en que Nuala le había dicho que se marchaba. «Sabes, Maggie —le había explicado—, después de la muerte de mi primer marido, durante mucho tiempo llevaba unas gafas oscuras encima. Lloraba con tanta facilidad que me daba vergüenza. Cuando sentía que iba a empezar, las cogía y pensaba: Es hora de volverse a poner el equipo de duelo. Ojalá tu padre y yo nos hubiéramos querido tanto. Lo intenté, pero no pudo ser. Y, durante el resto de mi vida, cada vez que te eche de menos, tendré que sacar mis gafas de duelo».

Cada vez que recordaba aquel día, se le llenaban los ojos de lágrimas. Ojalá ahora tuviera mis gafas de duelo, pensó mientras se secaba la mejilla.

—¡Maggie, te has emocionado! —dijo Earl con tono reverente—. Qué comprensiva eres. Como te he dicho, en esta planta se exhiben los ritos fúnebres de nuestro siglo. —Apartó una pesada cortina—. En esta sala escenifiqué la versión de Emily Post de un pequeño funeral. ¿Ves?

El maniquí de una mujer joven, con un vestido de seda verde claro, yacía sobre un sofá de brocado. Los rizos pelirrojos cubrían una almohada fina de satén y las manos cruzadas sostenían un ramillete de lirios de tela.

—¿No es una imagen encantadora? Parece estar durmiendo, ¿verdad? —Susurró Earl—. Fíjate. —Señaló un discreto atril de plata cerca de la entrada—. Hoy en día sería el libro que firman los visitantes, pero yo copié una página del original de Emily Post sobre el cuidado de los deudos. Voy a leértelo. Es fascinante. —La voz sonó en la silenciosa sala—: «A los deudos afligidos hay que llevarlos a una habitación soleada, con una chimenea encendida. Si no se sienten con ánimos de sentarse a la mesa, hay que llevarles muy poca comida en una bandeja. Una taza de té, café o caldo, una tostada fina, un huevo pasado por agua, leche caliente. La leche fría es muy mala para las personas destempladas. El cocinero puede sugerir algún plato que suela gustarles…». —Se interrumpió—. ¿Qué te parece? ¿Cuántas personas hoy en día, por muy ricas que sean, tienen un cocinero al que le preocupe qué plato les gusta? Creo que ésta sería una imagen maravillosa para el programa, ¿no? Pero para la apertura y el cierre de la serie tendríamos que elegir una toma más general. —La cogió del brazo—. Sé que no tienes mucho tiempo, pero acompáñame al primer piso, donde tengo unas réplicas fantásticas de los ritos arcaicos de separación. Mesas de banquetes, por ejemplo. Parece que diversos pueblos consideraban que la muerte tenía que incluir un banquete o un festín al final de la ceremonia, porque el luto prolongado es muy debilitador para el individuo y la comunidad. Tengo montados algunos ejemplos típicos.

»Hay también mi sección de entierros —continuó con entusiasmo mientras subían por la escalera—. ¿Te he mencionado la costumbre sudanesa de estrangular a su líder cuan do estaba viejo o débil? Verás, el principio era que el líder encarnaba la vitalidad de la nación, y no debía morir porque en ese caso moría toda la nación con él. De modo que cuado se hacía evidente que perdía su poder, lo mataban en secreto y lo emparedaban en una choza de barro. La costumbre era creer que no moría, sino que desaparecía. —Se rió.

Llegaron al primer piso.

—En la primera sala he hecho una réplica de la choza de barro. Entre tú y yo, ya he empezado a trabajar en un museo al aire libre, para que la sección de entierros sea aún más real. Está a unos quince kilómetros de aquí. Hasta ahora he hecho algunas excavaciones, y fundamentalmente demoliciones. Lo estoy diseñando yo solo. Cuando esté terminado, será precioso. En una parte pondré una réplica en miniatura de una pirámide, con un sarcófago trasparente, así la gente podrá ver cómo los antiguos egipcios sepultaban a los faraones con oro y joyas valiosas para que los acompañaran en su viaje al más allá…

¿Qué dice?, pensó Maggie con una sensación de súbita inquietud. ¡Está loco! Mientras iban de una sala a otra, todas con una elaborada puesta de escena, la mente de Maggie no paraba de asombrarse. Earl la llevaba de la mano, mostrándole y explicándole todo febrilmente.

Estaban casi al final del pasillo, y Maggie se dio cuenta de que aún no había visto ni rastro de las campanillas encontradas en las tumbas.

—¿Qué hay en el segundo piso? —preguntó.

—Todavía no está listo para exhibición —contestó él con aire ausente—. Lo uso como almacén.

Se detuvo bruscamente, volvió la cabeza y le clavó la mirada. Estaban al final del pasillo, delante de una puerta grande.

—¡Ah, Maggie, ésta es una de mis mejores salas!

Earl abrió la puerta con reverencia teatral.

—Junté dos salas para lograr el efecto buscado. Representa un funeral aristocrático de la antigua Roma. —La hizo entrar—. Voy a explicártelo. Primero construían un féretro, después ponían una especie de sofá dentro, con dos colchones encima. Quizá ésta sería una buena imagen para el comienzo. Por supuesto que las antorchas serán con bombillas rojas, pero podríamos encenderlas de verdad. El anciano que fabricó el féretro era un auténtico artesano. Lo copió exactamente del dibujo que le di. Mira las frutas y las flores talladas en la madera. Tócalas.

Le cogió la mano y le hizo tocar el ataúd.

—Y este maniquí es un tesoro. Está vestido exactamente como un aristócrata romano. Encontré esta ropa maravillosa en una tienda de disfraces. Piensa, ¡estos funerales debían ser todo un espectáculo! Heraldos, músicos, antorchas llameantes… —Se calló bruscamente—. Cuando hablo de esto me dejo llevar por el entusiasmo. Discúlpame.

—No; me fascina —replicó Maggie, tratando de parecer tranquila. Esperaba que no hubiera notado el sudor en la mano que al fin había logrado liberar.

—Me alegro. Pues bien, queda una sala más, aquí al lado. Mi sala de ataúdes. —Abrió la última puerta—. ¿No dirías que también es una sala espléndida?

Maggie se echó atrás. No quería entrar en aquella sala. Hacía sólo diez días había tenido que elegir el féretro de Nuala.

—Earl, creo que tengo que irme, se me hace tarde —dijo.

—Ah, qué lástima. Me hubiera gustado hablarte un poco de cada uno. A lo mejor puedes venir otro día. A finales de semana me traerán el más nuevo. Tiene forma de barra de pan. Fue diseñado para el cuerpo de un panadero. En algunas culturas africanas existe la costumbre de enterrar al difunto en un féretro que simboliza su vida. Hablé de ello en una conferencia que di en un club de mujeres de Newport.

Ese comentario le daba pie para hacer la pregunta que quería.

—¿Das conferencias en Newport a menudo?

—No, ya no. —Earl cerró la puerta de la sala de ataúdes despacio, como si no quisiera irse—. Sin duda conoces el dicho de que nadie es profeta en su tierra. Primero esperan que lo hagas gratis, y después te insultan.

¿Hablaba de la reacción provocada en la conferencia de Latham Manor?, se preguntó Maggie. Las puertas cerradas de las salas hacían que el pasillo estuviese en penumbra, pero aun así se vio cómo la cara de Earl enrojecía.

—Pero seguro que a ti nadie te habrá insultado, ¿verdad? —preguntó con interés mesurado.

—Una vez —dijo apesadumbrado—. Y me molestó mucho.

Maggie no se atrevió a decirle que Liam le había hablado del incidente de las campanillas.

—Ah, ahora recuerdo que… —dijo Maggie en voz baja—. Unavez que fui a visitar a la señora Shipley a Latham Manor, creo que alguien comentó que habías tenido una experiencia desagradable el día que fuiste a dar una conferencia. ¿No pasó algo con la hija de la señora Bainbridge?

—Exactamente, a eso me refería —replicó Earl bruscamente—. Me molestó tanto que dejé de hablar de uno de mis temas favoritos.

Mientras bajaban por la escalera, pasaban junto al maniquí de librea de la entrada y salían al porche donde después de la oscuridad del museo, el sol parecía muy fuerte, Bateman le contó lo ocurrido en Latham Manor y le habló de las réplicas de campanillas victorianas que había llevado.

—Las hicieron especialmente para mí en una fundición —dijo con un inquietante tono de ira—. Doce campanillas. A lo mejor no fue una idea brillante de mi parte enseñárselas a los ancianos, pero no era motivo para que esa mujer me tratara así.

Maggie respondió con cuidado.

—Pero seguro que no todo el mundo reaccionó igual.

—Fue muy molesto para nosotros. Zelda estaba furiosa.

—¿Zelda? —preguntó Maggie.

—La enfermera Markey. Conoce mi trabajo y me ha escuchado varias veces. Fui allí porque ella le había dicho al encargado de actividades de Latham Manor que mis conferencias eran muy interesantes.

La enfermera Markey, pensó Maggie.

Earl entrecerró los ojos y Maggie se dio cuenta de que la estudiaba.

—A mí me parece que debe ser un tema muy interesante —insistió ella—. Y quizá esas campanillas serían una buena imagen para la apertura y el cierre del programa.

—No, olvídalo. Están en una caja en el almacén de arriba, ahí se quedarán.

Volvió a dejar la llave debajo de la jardinera.

—No le digas a nadie que está aquí, Maggie.

—No, por supuesto.

—Pero si quieres volver y tomar algunas fotos de las cosas que crees que debo enviar a la gente de la televisión, no hay ningún problema.

Ya sabes dónde está la llave. —La acompañó hasta el coche—. Tengo que volver a Providence —dijo—. ¿Pensarás en las imágenes y me darás algunas sugerencias? ¿Puedo llamarte mañana o pasado?

—Naturalmente —respondió Maggie mientras, aliviada, se instalaba en el asiento—. Y gracias —añadió, sabiendo que, si podía evitarlo, no tenía la menor intención de usar esa llave ni de volver a ese lugar.

—Bueno, espero que sea hasta pronto. Saluda al comisario Brower de mi parte.

—Adiós, Earl. Ha sido muy interesante —saludó mientras ponía el coche en marcha.

—Mi museo cementerio también va a ser muy interesante. Ah, eso me recuerda que tengo que guardar el coche fúnebre en el garaje. Cementerio, coche fúnebre… es curioso cómo funciona la mente, ¿no?

Maggie, al alejarse calle abajo, vio por el retrovisor a Earl sentado en el coche fúnebre con un teléfono. Tenía la cabeza vuelta en dirección a ella.

Maggie sintió su mirada intensa y luminosa clavada en su espalda hasta que se perdió de vista.