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Las dos reuniones de Neil del lunes a primera hora lo mantuvieron fuera de su oficina hasta las once. Cuando por fin llegó, llamó a Maggie, pero no contestó nadie.

A continuación llamó a los Van Hilleary, les transmitió sucintamente sus impresiones sobre Latham Manor y les recomendó que fueran a ver el lugar para poder juzgarlo.

Después hizo una llamada al investigador privado que trabajaba para Carson y Parker, y le pidió un informe sobre Douglas Hansen.

—Investigue a fondo —le recomendó—. Tiene que haber algo. Este tío es un estafador de primera.

Volvió a telefonear a Maggie y se tranquilizó cuando ésta contestó. Parecía sin aliento.

—Acabo de entrar —le dijo.

Neil percibió agitación y ansiedad en su voz.

—Maggie, ¿hay algún problema?

—No, en absoluto —negó casi con un susurro, como si temiera que alguien la oyera.

—¿Hay alguien contigo? —preguntó Neil con súbita inquietud.

—No; estoy sola, pero acabo de entrar.

Repetir no era típico de ella, pero Neil se dio cuenta de que, una vez más, Maggie no pensaba decirle qué la preocupaba. Le hubiera gustado bombardearla a preguntas: «¿Dónde has estado? ¿Has resuelto las cosas que te preocupaban? ¿Puedo ayudarte?»; pero no lo hizo. Sabía que no debía.

—Maggie, estoy aquí —le dijo en cambio—. Si necesitas hablar con alguien, no lo olvides.

—De acuerdo.

Pero no lo harás, pensó Neil.

—Muy bien, te llamaré mañana.

Colgó el auricular y se quedó pensando durante un rato hasta que decidió marcar el número de sus padres. Contestó el padre y Neil fue directo al grano.

—¿Papá, has comprado esos pestillos para las ventanas de Maggie?

—Sí, acabo de hacerlo.

—Perfecto. Hazme un favor, llámala y dile que quieres pasar a ponérselos esta tarde. Creo que ha ocurrido algo que la ha puesto nerviosa.

—No te preocupes, lo haré.

Menudo consuelo que Maggie estuviera más dispuesta a confiar en su padre que en él, pensó Neil con ironía. Pero al menos había alertado a Robert y éste advertiría cualquier indicio de problemas.

Trish entró en su oficina en el momento en que acababa de colgar. Llevaba una pila de mensajes en la mano. Mientras los dejaba sobre el escritorio, señaló el de encima.

—Por lo que veo, su nueva clienta le ha pedido que vendiera unas acciones que no eran suyas —dijo con severidad.

—¿De qué está hablando? —preguntó Neil.

—De nada, pero la cámara de compensación nos ha informado que no consta que Cora Gebhart posea esas acciones que vendió para ella el viernes.