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El doctor William Lane, director de la Residencia Latham Manor miró su reloj por tercera vez en cinco minutos. Su esposa y él estaban invitados a casa de Nuala Moore a las ocho, y eran las ocho menos diez. El doctor Lane, un cincuentón corpulento y calvo, tenía un trato tranquilizador con sus pacientes, una actitud tolerante que no hacía extensiva a su mujer de treinta y nueve años.

—Odile la llamó, por el amor de Dios, tenemos que irnos.

—Ahora mismo estoy.

La voz, entrecortada y melodiosa, flotó por la escalera de la casa, un ala que en otra época había albergado las cocheras de Latham Manor. Al cabo de un momento, Odile entró premurosa en la sala mientras terminaba de abrocharse un pendiente.

—Tuve que leerle un poco a la señora Patterson —dijo—. Ya sabes, William, todavía no se ha acostumbrado a la residencia y está resentida por el hecho de que su hijo la obligara a vender la casa.

—Se adaptará —dijo Lane sin darle importancia—. Todos los demás se las arreglan para estar bastante contentos.

—Lo sé, pero a veces hace falta tiempo. Un poco de cariño mientras un huésped nuevo se acostumbra es muy importante. —Odile se acercó al espejo que había sobre la chimenea de mármol—. ¿Qué tal estoy? —preguntó mientras sonreía a su imagen rubia de ojos grandes.

—Preciosa, como siempre —dijo Lane con seguridad—. ¿Qué sabes de la hijastra de Nuala?

—La semana pasada, cuando Nuala vino a visitar a Greta Shipley, me habló mucho de ella. Se llama Maggie. Nuala estuvo casada con su padre hace muchos años. Va a quedarse dos semanas. Nuala parece muy contenta. ¿No es maravilloso que hayan vuelto a encontrarse?

El doctor Lane, sin responder, abrió la puerta y se quedó esperando. Estás de excelente humor, pensó Odile mientras pasaba a su lado y bajaba la escalinata en dirección al coche. Se detuvo un momento para mirar la mansión Latham, con su fachada de mármol que brillaba a la luz de la luna.

—Quería decirte —sugirió con tono vacilante— que cuando fui a ver a la señora Hammond, la encontré agitada y muy pálida. Quizá deberías echarle un vistazo antes de irnos.

—No; llegaremos tarde —respondió el doctor Lane impaciente mientras abría la puerta del coche—. Si me necesitan, puedo volver en diez minutos. Pero te aseguro que esta noche no le pasará nada a la señora Hammond.