LUNES 7 DE OCTUBRE

58

El lunes por la mañana Malcolm Norton abrió su oficina, como siempre, a las nueve y media. Pasó por delante del escritorio de Barbara Hoffman que estaba frente a la puerta. El escritorio estaba vacío; Barbara se había llevado todos sus objetos personales. Las fotos enmarcadas de sus tres hijos y sus respectivas familias, el jarrón estrecho en el que ponía de vez en cuando flores de la estación o un ramillete de hojas, la pila ordenada de papeles en los que trabajaba ya no estaban.

Norton se estremeció ligeramente. La recepción volvía a parecer antiséptica y fría. El concepto de decoración que tenía Janice, pensó con tristeza. Frío. Estéril. Como ella.

Y como el mío, pensó con amargura mientras entraba en su despacho. Ningún cliente, ninguna cita… el día surgía ante él largo y silencioso. De pronto recordó que tenía dos mil dólares en el banco. ¿Por qué no los sacaba y desaparecía?, se preguntó.

Si Barbara estuviera dispuesta a irse con él, no se lo pensaría dos veces y lo haría en ese mismo instante. Que Janice se quedara con la casa hipotecada. Bien vendida, valía el doble de la hipoteca. Una distribución equitativa, pensó, al recordar el extracto bancario que había encontrado en el maletín de su esposa.

Pero Barbara se había marchado. Ahora empezaba a digerir el hecho. En el momento en que el comisario Brower se marchaba de su despacho, Norton se había dado cuenta de que se iría. El interrogatorio que les había hecho a los dos la había aterrorizado. Barbara había notado el tono de hostilidad del policía… era lo que necesitaba para terminar de decidirse: debía marcharse.

¿Qué sabía Brower?, se preguntó Norton. Se sentó al escritorio y entrelazó las manos. Lo había planeado todo tan bien… Si el acuerdo de compra de la casa de Nuala hubiera entrado en vigor, le habría dado los veinte mil dólares del fondo de pensiones y habrían cerrado la operación al cabo de noventa días, lo que le habría dado tiempo para firmar un acuerdo con Janice y después pedir un crédito para cubrir la compra.

Ojalá Maggie Holloway no hubiera entrado en escena, pensó con amargura.

Ojalá Nuala no hubiera hecho un nuevo testamento.

Ojalá no hubiera tenido que contarle a Janice lo de la recalificación de los terrenos.

Ojalá…

Esa mañana, Malcolm había pasado delante de la casa de Barbara. Tenía el aspecto de las casas de los veraneantes en invierno: las persianas de todas las ventanas cerradas, un montículo de hojas sin barrer en el porche y el sendero. Barbara seguramente se había ido a Colorado el sábado. No lo había llamado. Sencillamente se había marchado.

Malcolm Norton, sentado en su despacho oscuro y silencioso, reflexionó sobre su próxima jugada. Sabía lo que iba a hacer, la única pregunta era cuándo.