Earl Bateman llegó al cementerio de Saint Mary al mediodía. Avanzó lentamente por los senderos serpenteantes, cada vez más ansioso de echar un vistazo a las personas que dedicaban parte del domingo a visitar a algún ser querido.
Notó que aquel día no había demasiada gente: un par de ancianos, una pareja de mediana edad, una familia numerosa, probablemente para la conmemoración de algún aniversario, después del cual tomarían el aperitivo en el restaurante de la carretera. Los típicos visitantes de domingo.
Se dirigió a la parte antigua del cementerio Trinity, aparcó y bajó del coche. Echó una rápida mirada alrededor y empezó a estudiar las lápidas en busca de inscripciones interesantes. Hacía años que no hacía calcos por allí y temía haber pasado algunas por alto.
Se enorgullecía de que su percepción de las sutilezas había mejorado considerablemente desde entonces. Sí, pensó, las lápidas serían un tema para tratar en los programas de televisión. Empezaría con una cita de Lo que el viento se llevó, que decía que tres niños pequeños, los tres llamados Gerald O'Hara Junior, estaban enterrados en el panteón familiar de Tara. «Ah, las esperanzas y los sueños que vemos grabados en piedra se desvanecen ignorados, ya nadie los lee, pero aún llevan un mensaje del amor duradero. Pensad en ello… ¡tres hijos pequeños!». Así empezaría la conferencia.
Pasaría rápidamente del tono trágico al optimista hablando de una lápida del cementerio de Cape Cod: un anuncio de que el negocio del difunto continuaba bajo la dirección del hijo, e incluía la nueva dirección.
Earl frunció el entrecejo mientras miraba alrededor. A pesar de que era un cálido y agradable día de octubre, y de que disfrutaba de su lucrativo pasatiempo, estaba molesto y enfadado.
La noche anterior, tal como habían quedado, Liam había pasado por su casa a tomar una copa y después habían salido a cenar. Aunque había dejado el cheque de tres mil dólares al lado de la botella de vodka, en un lugar donde no se podía dejar de ver, Liam lo había ignorado deliberadamente. En cambio, recalcó que Earl, en lugar de pasar tanto tiempo rondando los cementerios, tenía que jugar más a golf.
¡Rondar!, pensó Earl encolerizado. Podría enseñarle muy bien lo que significa rondar. Además, no iba a permitir que volviera a decirle que se mantuviera alejado de Maggie Holloway. Sencillamente no era problema suyo. Liam le había preguntado si la había visto de nuevo, y, cuando él le respondió que sólo en el cementerio y, por supuesto, en el funeral de la señora Shipley, su primo había comentado: «Ay, Earl, tú y tus cementerios. Empiezas a preocuparme. Te estás volviendo obsesivo».
—No me creyó cuando traté de explicarle mis premoniciones —murmuró en voz alta—. Nunca me toma en serio.
Miró alrededor. No había nadie. No pienses más en ello, se riñó. En todo caso, ahora no.
Caminó por los senderos más antiguos del cementerio, donde había algunas inscripciones borrosas sobre las pequeñas lápidas que databan del siglo XVII. Se agachó delante de una que estaba casi derrumbada y se esforzó por leer lo que decía: «Prometida a Roger Samuels pero entregada al Señor…», y las fechas.
Earl abrió su maletín para hacer un calco de la piedra. Otro tema interesante para tratar en una de sus conferencias sobre lápidas era la tierna edad a la que morían muchas personas antiguamente. «No había penicilina para tratar las neumonías que provocaba el frío del invierno cuando penetraba en los pulmones de…».
Se arrodilló y sintió la fresca humedad de la tierra filtrarse a través de sus viejos pantalones. Mientras empezaba la minuciosa tarea de transferir el conmovedor sentimiento de la piedra al pergamino fino y casi traslúcido, se sorprendió pensando en la muchacha que yacía debajo de él, en ese cuerpo que moraba en la tierra sin edad.
Acababa de cumplir dieciséis años, calculó.
¿Habría sido bonita? Sí, muy bonita, decidió, con una cabellera morena y rizada, ojos azul zafiro y complexión menuda.
La cara de Maggie Holloway flotó delante de él.
*****
A la una y media, mientras se dirigía a la entrada principal del cementerio, Earl pasó junto a un vehículo con matrícula de Nueva York aparcado junto al bordillo. Era el Volvo de Maggie Holloway. ¿Qué hace otra vez aquí?, se preguntó. La tumba de Greta Shipley estaba cerca, pero sin duda Maggie no era tan amiga de Greta como para volver un día después del funeral.
Redujo la velocidad y miró alrededor. Cuando la vio a lo lejos, caminando hacia él, pisó el acelerador. No quería que lo viese. Era evidente que algo pasaba y tenía que pensar en ello.
Tomó una decisión. Como al día siguiente no tenía clases, se quedaría un día más en Newport, y, le gustara o no a Liam, iría a visitar a Maggie Holloway.