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Janice y Malcolm Norton habían ido juntos al velatorio y el entierro de Greta Shipley. Los dos la conocían de toda lavida, pero nunca habían intimado demasiado con ella. Durante el panegírico, cuando Janice levantó la mirada, tomó conciencia con amargura del abismo económico que la separaba de muchos presentes.

Vio a la madre de Regina Carr cerca de ella. Regina era ahora Regina Carr Wayne. Había sido compañera de habitación de Janice en Dana Hall y después ambas habían estudiado en Vassar. Wes Wayne era ahora accionista principal y director ejecutivo de Industrias Farmacéuticas Cratus, y seguro que Regina no trabajaba de contable en ningún hogar de ancianos.

La madre de Arlene Randel Greene sollozaba en silencio. Arlene era otra chica de Newport de Dana Hall. Bob Greene, un guionista desconocido cuando Arlene se casó con él, era ahora un poderoso productor de Hollywood. Probablemente ahora estaba en un crucero por alguna par te, pensó Janice con una arruga de envidia en el entrecejo.

Y había otras madres de amigas y conocidas. Todas habían ido a darle el último adiós a su querida amiga Greta Shipley. Más tarde, mientras Janice se retiraba con ellas del cementerio, las oyó con corrosiva envidia cómo se superaban las unas a las otras relatando la ajetreada vida social de «las chicas» y los nietos.

Sintió una emoción cercana al odio al observar cómo Malcolm iba detrás de Maggie Holloway. Mi apuesto marido, pensó con amargura. Ojalá no hubiera perdido tanto tiempo tratando de convertirlo en algo que no podía ser.

Y parecía que lo tenía todo: apuesto, de buena familia, educación excelente —Roxbury Latin, Williams, derecho en Columbia—, hasta pertenecía a Mensa, donde el requisito de admisión era ser superdotado. Pero al final, nada de todo eso había servido; las únicas credenciales que Malcolm Norton tenía eran las de perdedor.

Y encima pensaba dejarme por otra mujer y no tenía intenciones de compartir conmigo la tajada que iba a sacarse por la venta de esa casa. Sus furiosas cavilaciones quedaron interrumpidas cuando se dio cuenta de que la madre de Regina hablaba de la muerte de Nuala Moore.

—Newport ya no es lo que era —decía—. Y pensar que registraron toda la casa de arriba abajo. Me pregunto qué buscaban.

—Me he enterado de que Nuala Moore cambió el testamento un día antes de su muerte —dijo la madre de Arlene Greene—. Quizá el beneficiario anterior buscaba el nuevo.

Janice Norton se llevó la mano a la boca para ahogar una exclamación. ¿Alguien sospechaba que Nuala preveía hacer un nuevo testamento y la había matado para impedirlo? Si hubiera muerto antes de hacerlo, entonces Malcolm habría comprado la casa sin problemas, pensó. Como había un acuerdo firmado, Malcolm, como albacea testamentario, hubiera terminado la operación. Además, razonó Janice, nadie que no estuviera al tanto de la inminente recalificación del terreno habría tenido interés en esa propiedad.

¿Estaba tan desesperado como para matar a Nuala con tal de hacerse con la casa? De pronto se le ocurrió que su marido quizá tuviera muchos secretos que le ocultaba.

Al final del sendero, la gente se despidió y se dispersó. Janice vio a Malcolm caminar lentamente hacia el coche, y, al acercarse a él, notó la expresión de angustia en su rostro y supo que Maggie Holloway le había dicho que no iba a venderle la casa.

Subieron al coche sin hablarse. Malcolm se quedó mirando al frente durante unos instantes y luego se volvió hacia ella.

—Voy a cancelar la hipoteca de nuestra casa —dijo en voz baja y tono monocorde—. Maggie Holloway por ahora no quiere vender, y dice que le han hecho una oferta más alta, lo que significa que si cambia de idea, tampoco me servirá de nada.

—No nos servirá de nada —le corrigió Janice, y se mordió el labio. No quería pelear con él, no en ese momento.

Si se enteraba de que ella había tenido que ver en la contraoferta hecha por la casa de Nuala, podía llegar a enfadarse tanto que quizá la matara, pensó con inquietud. Doug, su sobrino, había hecho la oferta, pero si Malcolm lo descubría, seguramente deduciría que ella le había dado la idea ¿Maggie Holloway le habría dicho algo que pudiera implicarla?, se preguntó.

Su marido, como si le adivinara el pensamiento, se volvió hacia ella.

—¿Seguro que no has hablado con nadie, Janice? —le preguntó en voz baja.

—Me duele un poco la cabeza —le dijo él al llegar a casa con tono distante pero amable, y subió a su cuarto. Hacía años que no compartían habitación.

No bajó hasta casi las siete. Janice miraba las noticias por televisión y levantó la vista al advertir que Malcolm se entreparaba ante la puerta de la calle.

—Voy a salir —anunció—. Buenas noches, Janice.

Ella siguió la pantalla sin ver, mientras oía el ruido de la puerta que se cerraba. Se traía algo entre manos, pero ¿qué? Le dio tiempo de marcharse, apagó el televisor y cogió el bolso y las llaves del coche. Le había dicho a Malcolm que iba a salir a cenar. Últimamente estaban tan distantes que él ya no le preguntaba con quién, ni ella se molestaba en saber qué hacía él.

Si se lo hubiera preguntado, tampoco se lo habría dicho, pensó con una sonrisita mientras se dirigía a Providence. Allí, en un restaurante apartado, la esperaba su sobrino. Y allí, tras cenar un par de filetes y pedir un whisky, Doug le pasaría un sobre con su parte por haberle proporcionado información detallada sobre la situación financiera de Cora Gebhart, mientras le decía alegremente:

—Ésta ha sido un auténtico filón, tía Janice. ¡Qué no falten!