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Earl Bateman estaba tumbado sobre el sofá con un vaso de vino en la mano y el libro que acababa de terminar en la mesilla de al lado. Sabía que era hora de cambiarse para la cena de Nuala, pero disfrutaba de la sensación de ocio mientras reflexionaba sobre los acontecimientos de la semana anterior.

Antes de marcharse de Providence, había terminado de calificar los trabajos de los alumnos admitidos en su clase de antropología y se había sentido satisfecho de ver que casi todos habían sacado buenas notas. Pensó que trabajar con ellos durante el semestre iba a ser muy interesante y quizá todo un desafío.

Y ahora lo esperaban fines de semana en Newport, que por fortuna se había librado del gentío que abarrotaba los restaurantes y colapsaba el tráfico en la temporada estival.

Earl vivía en el ala de invitados de la casa de la familia, Squire Hall, la que había hecho construir Squire Moore para su hija menor cuando se casó con Gordon Bateman, «el demonio necrófago» como lo llamaba el suegro, porque los Bateman estaban en el negocio de pompas fúnebres desde hacía cuatro generaciones.

De las casas que les había regalado a sus siete hijos, ésta era, con diferencia, la más pequeña, reflejo de su oposición a la boda. Nada personal, pero Squire tenía pánico de morir y hasta había prohibido que se mencionara la palabra «muerte» en su presencia. Aceptar en el seno de la familia al hombre que indudablemente asistiría en los ritos que rodearan a su propia muerte era un recordatorio continuo de la palabra prohibida.

La reacción de Gordon Bateman había sido convencer a su mujer de que bautizaran la casa como Squire Hall, un tributo burlón a su suegro y una forma de recordarle sutilmente que ninguno de sus otros hijos le habían hecho semejante honor.

Earl siempre había pensado que su nombre también era otra estocada a Squire, puesto que el anciano trataba de dar la impresión de que su nombre provenía de generaciones de Moore que ostentaban el título de hacendados en el condado de Dingle. Un hacendado en Dingle tenía que inclinarse ante un conde[1].

Cuando Earl convenció finalmente a sus padres de que no pensaba ser el siguiente director de la funeraria Bateman, éstos vendieron el negocio a una empresa que conservó el nombre y contrató a un nuevo director.

Ahora pasaban nueve meses al año en Carolina del Sur, cerca de las hijas casadas. Le habían ofrecido a Earl que ocupara el resto de la casa durante ese período, pero él había rechazado. El ala de invitados estaba decorada a su gusto, con sus libros y objetos guardados en armarios conpuertas vidrieras para que no los deteriorara el polvo. También tenía una vista maravillosa al Atlántico. El mar, para Earl, era infinitamente tranquilizador.

Tranquilidad. Ésa era la palabra que más valoraba.

En la bulliciosa reunión de descendientes de Squire Moore en Nueva York, se había mantenido al margen mientras observaba al resto de la gente. Trataba de no ser muy crítico, pero no participaba en el «¿a ver si me superas?» de las historias de los demás. Sus primos parecían muy dados a presumir de lo bien que les iba, y a todos, como a Liam, les encantaba contarse anécdotas inverosímiles sobre el excéntrico —y de vez en cuando grosero— antepasado común.

Earl también sabía con qué alegría se metían con los orígenes de su padre, dueños de una funeraria durante cuatro generaciones. En la reunión, había oído de lejos a dos que lo despreciaban y hacían chistes sarcásticos sobre los directores de funerarias y su profesión.

¡Que se vayan a la porra!, pensó mientras bajaba los pies y se levantaba. Eran las ocho menos diez, hora de ponerse en marcha. No tenía ganas de ir a la cena de Nuala, pero estaría Maggie Holloway, y era muy atractiva…

Sí, su presencia era una garantía de que no sería una velada aburrida.