Maggie decidió hacer la compra camino de casa. Se detuvo en un pequeño mercado cerca del muelle. Compró una lechuga y pasta. Ya tengo una provisión de huevos y sopa de pollo, pensó. En ese momento vio el anuncio de que vendían almejas recién hechas al estilo de Nueva Inglaterra.
El tendero era un hombre de más de sesenta años, de cara arrugada.
—Es nueva por aquí, ¿no? —le preguntó afablemente cuando ella le hizo el pedido.
Maggie sonrió.
—¿Cómo se ha dado cuenta?
—Es fácil. Cuando la patrona prepara almejas, todo el mundo compra al menos un kilo.
—En ese caso déme otro medio kilo.
—Así me gusta: una joven con la cabeza en su sitio.
Maggie reanudó su camino con una sonrisa. Pensó que otra razón para quedarse con la casa de Newport era que, con tantos ancianos en la región, la seguirían considerando joven durante muchos años. Y además, no puedo ordenar las cosas de Nuala, vender la casa al mejor postor e irme, se dijo. Aunque a Nuala la haya matado un desconocido, hay demasiadas preguntas sin resolver. Las campanillas, por ejemplo. ¿Quién las puso en las tumbas? Quizá algún viejo amigo que nunca se imaginó que alguien lo notaría, reconoció. Pero es posible que haya campanillas en la mitad de las tumbas de Newport. Aunque, por otro lado, una ha desaparecido. Quienquiera que haya sido, ¿cambió de idea?
Entró por el camino de la casa de Nuala, la rodeó y entró por la puerta de la cocina. Dejó la bolsa de la compra sobre la mesa y se dio la vuelta para cerrar con llave. Otra cosa que tengo que hacer, recordó. Quería llamar al cerrajero y esta noche Liam me preguntará si lo he hecho. Estaba tan preocupado por la visita inesperada de Earl…
Mientras buscaba la guía telefónica recordó una de las expresiones favoritas de Nuala: «Más vale tarde que nunca». Nuala la había dicho un domingo por la mañana mientras se acercaba corriendo al coche donde su padre y ella la esperaban. A Maggie la irritó pensar en la respuesta de su padre, tan propia de él: «Y más vale temprano que tarde, especialmente si el resto de los feligreses se las arregla para llegar con puntualidad».
Encontró la guía al fondo de un cajón de la cocina, y sonrió al ver todo lo que había debajo: fotocopias de recetas de cocina, velas usadas, tijeras oxidadas, clips, monedas.
Tratar de encontrar algo en esta casa es de locos, pensó. ¡Menudo desorden! Entonces sintió una punzada en el estómago. Quienquiera que haya registrado esta casa buscaba algo, y es muy posible que no lo haya encontrado, le murmuró una vocecilla interna.
Dejó un mensaje en el contestador del primer cerrajero al que llamó, terminó de acomodar la compra y se preparó un plato de almejas. Con el primer bocado se alegró de haber comprado más. Después subió al taller. Unos dedos inquietos comenzaron a amasar la arcilla húmeda. Quería volver a trabajar en el busto de Nuala, pero sabía que no podría. Era la cara de Greta Shipley la que exigía ser moldeada, no tanto la cara como los ojos, comprensivos, cándidos y alerta. Por suerte había traído varios armazones.
Maggie estuvo una hora en la mesa de trabajo, hasta que el barro adquirió cierto parecido con la mujer a la que había conocido tan brevemente. Al fin se le había pasado la súbita inquietud y pudo lavarse las manos para iniciar el trabajo que le costaría de verdad: ordenar las pinturas de Nuala. Tenía que decidir cuáles quedarse y cuáles poner en manos de algún marchante, con la certeza de que la mayoría de las telas terminaría apilada sin sus marcos, marcos que mucha gente valoraría más que la tela que realzaban.
*****
A las tres empezó a revisar los trabajos aún sin enmarcar. En el armario del taller encontró un montón de bocetos acuarelas, óleos, muchas cosas que Maggie comprendió que no podría analizar sin ayuda profesional.
La mayoría de los bocetos no estaba mal, y unos pocos óleos eran interesantes, pero algunas acuarelas eran extraordinarias, cálidas y alegres como Nuala, llenas de inesperada profundidad. Le gustaba especialmente un paisaje de invierno. Las ramas dobladas por la nieve protegían un incongruente círculo de plantas en flor, dragones, rosas, violetas, azucenas, orquídeas y crisantemos.
Se enfrascó tanto en la tarea que no paró hasta las cinco y media, cuando corrió escaleras abajo porque creyó oír él teléfono.
Era Liam.
—Hola, es la tercera vez que llamo. Tenía miedo de que me dieras plantón —dijo con voz de alivio—. ¿Te das cuenta de que para esta noche no tenía otro plan que una invitación de mi primo Earl?
Maggie rió.
—Lo siento. No oí el teléfono. Estaba en el taller. Supongo que Nuala no creía en los supletorios.
—Te regalaré uno por Navidad. ¿Te paso a recoger dentro de una hora?
—Muy bien.
Tengo el tiempo justo de meterme en la bañera, pensó Maggie mientras colgaba. Evidentemente empezaba a refrescar. En la casa había corriente, y, de una manera incómoda y rara, creyó sentir el escalofrío que le había provocado la tierra húmeda de las tumbas.
Mientras el agua llenaba la bañera, le pareció oír otra vez el teléfono y cerró rápidamente los grifos. Pero no oyó nada. O no sonaba, o me he perdido otra llamada, se dijo.
Relajada tras el baño, se vistió con el jersey blanco de noche y la falda negra larga que se había comprado esa semana, después decidió que lo adecuado era maquillarse con esmero.
Es curioso vestirse para Liam, pensó. Me hace sentir bien conmigo misma.
A las siete menos cuarto, mientras esperaba en la sala, sonó el timbre. Liam estaba en el umbral con una docena de rosas rojas en una mano y un papel plegado en la otra. La calidez de sus ojos y el ligero beso que le dio en los labios le hicieron palpitar el corazón.
—Estás espectacular —le dijo—. Tendré que cambiar los planes para esta noche. Es evidente que no podemos ir a un McDonald's.
Maggie rió.
¡Qué lástima! Y yo que estaba loca por comerme un Big Mac. —Leyó rápidamente la nota que le había dado—. ¿Dónde estaba?
—En su puerta, señora.
—Ah, claro, es que entré por la puerta de la cocina.
Así que Neil está en Portsmouth, pensó mientras plegaba el papel, y quiere que nos veamos. Qué bien. Le molestaba reconocer que había sufrido una desilusión porque él no la había llamado antes de su partida. Y después recordó que lo había registrado como un indicio más de su indiferencia hacia ella.
—¿Algo importante? —preguntó Liam.
—No. Un amigo que ha venido a pasar el fin de semana y quiere que lo llame. A lo mejor le telefoneo mañana. O tal vez no, pensó. ¿Cómo me habrá encontrado?
Volvió en busca del bolso y, al recogerlo, sintió el peso de la campanilla. ¿Debía mostrársela a Liam?
No, esta noche no, decidió. No quiero hablar de muertos y tumbas, hoy no. Sacó la campanilla del bolso. Aunque hacía horas que la tenía allí, seguía fría y húmeda, y sintió un escalofrío al tocarla.
No quiero que la campanilla sea lo primero que vea al volver a casa, pensó mientras abría la puerta del armario y la empujaba al fondo del estante para que no se viera.
*****
Liam había hecho una reserva en el salón Commodore de 1a Perla Negra, un restaurante elegante con vistas panorámicas a la bahía de Narragansett.
—Mi apartamento no está muy lejos de aquí —le explicó—, pero echo de menos la casa grande donde me crié. Un día de éstos haré de tripas corazón y compraré una de esas casas viejas para reformarla. —Se puso serio—. Para entonces ya habré sentado cabeza y, con suerte, tendré una maravillosa esposa que será una fotógrafa premiada.
—Alto ahí, Liam —protestó Maggie—. Como habría dicho Nuala, pareces medio chiflado.
—Pero no lo estoy —replicó él en voz baja—. Maggie, por favor, ¿por qué no empiezas a mirarme con otros ojos? Desde la semana pasada no puedo dejar de pensar en ti ni un minuto. No he hecho más que pensar en lo que te habría pasado si hubieras entrado en el momento en que ese drogadicto o lo que fuera, atacaba a Nuala. Soy un hombre fuerte, quiero cuidar de ti. Sé que son sentimientos pasados de moda, pero no puedo evitarlos. Así soy y es lo que siento. —Hizo una pausa—. Y ahora pasemos a otra cosa. ¿Qué tal esta el vino?
Maggie lo miró y sonrió feliz de que no le hubiera pedido una respuesta.
—Muy bueno. Liam, quiero hacerte una pregunta: ¿de verdad piensas que un drogadicto atacó a Nuala?
Liam pareció asombrarse.
—¿Quién si no?
—No lo sé, pero fuera quien fuese no pudo dejar de ver que Nuala esperaba invitados, y aun así se tomó su tiempo para registrar toda la casa.
—Maggie, seguramente estaba desesperado por un pico y puso todo patas arriba en busca de dinero o joyas. Los periódicos dijeron que le habían quitado la alianza del dedo. Seguro que el robo debió ser el móvil.
—Sí, le quitaron la alianza —admitió ella.
—Da la casualidad que yo sé que tenía muy pocas joyas —dijo Liam—. No quiso que tío Tim le regalara un anillo de compromiso. Decía que dos en una vida eran bastantes; además, le habían robado los dos cuando vivía en Nueva York. Recuerdo que le dijo a mi madre que nunca había querido usar joyas auténticas.
—Sabes más que yo.
—Así que, salvo el dinero que pudiera tener, el asesino no se llevó mucho que digamos. Eso al menos me produce cierta satisfacción —comentó Liam con tono sombrío. Sonrió para disipar el malestar que se había cernido sobre ellos—. Ahora cuéntame cómo has pasado la semana. Espero que Newport haya empezado a hechizarte. O mejor aún, déjame seguir contándote la historia de mi vida.
Le explicó que, de niño, cuando estaba interno en la escuela, contaba las semanas que le faltaban para volver a Newport en verano. Le habló de su decisión de convertirse en agente de bolsa, como su padre, de dejar su puesto en Randolph y Marshal para fundar su propia empresa.
—Fue bastante halagador que algunos de los mejores clientes decidieran venir conmigo —dijo—. Siempre da mucho miedo lanzarse solo, pero ese voto de confianza me hizo comprender que había tomado una buena decisión.
Cuando llegó la creme brulée, Maggie ya estaba completamente relajada.
—Esta noche me he enterado de más cosas sobre ti que en todas las otras cenas le dijo.
—Quizá sea un poco diferente cuando estoy en mi propio terreno. Y a lo mejor quería que vieses lo maravilloso que soy. —Levantó una ceja—. También quiero que veas cuán importante soy. Tanto que, por aquí, hasta me consideran un buen partido.
—Deja de hablar en ese tono —ordenó Maggie tratando de parecer decidida, pero incapaz de reprimir una leve sonrisa.
—De acuerdo. Ahora te toca a ti. Cuéntame cómo has pasado la semana.
Maggie no tenía muchas ganas de hablar en serio. No quería destruir la atmósfera casi festiva de la velada. Era imposible hablar de la semana sin mencionar a Greta Shipley, pero hizo hincapié en lo bien que lo había pasado con ella el tiempo que habían estado juntas, y después le contó lo de su floreciente amistad con Letitia Bainbridge.
—Conocí a la señora Shipley, una dama muy especial —dijo Liam—. Y la señora Bainbridge es una maravilla —comentó con entusiasmo—. Es toda una leyenda local. ¿Te ha contado acerca de los acontecimientos de la época dorada de Newport?
—Un poco.
—Pídele que te cuente alguna vez las historias de su madre sobre Mamie Fish. Ella sí sabía impresionar a la gente. Hay una anécdota fantástica de una cena que ofreció. Un invitado le preguntó si podía llevar al príncipe del Drago, de Córcega. Por supuesto que Mamie le dijo que sí, e imagínate su espanto al ver que el príncipe en cuestión era un mono vestido de etiqueta. —Rieron—. La señora Bainbridge probablemente sea una de las pocas personas que quedan cuyos padres asistieron a las famosas fiestas de finales del siglo pasado —añadió Liam.
Lo bonito de la señora Bainbridge es que tenga tantos familiares que la cuidan —dijo Maggie—. Ayer, cuando la hija se enteró de que la señora Shipley había muerto, fue a buscarla para que el médico de la familia le hiciera una revisión; sabía que su madre tenía que estar muy afectada.
—Esa hija debe de ser Sarah —comentó Liam y sonrió—. ¿Te contó la señora Bainbridge la broma que el idiota de mi primo Earl le gastó a Sarah?
—No.
—Es increíble. Earl da conferencias sobre costumbres funerarias. Ya lo sabes, ¿no? Te aseguro que ese tío está chiflado. En lugar de ir a jugar a golf o a navegar como todo el mundo, su idea de pasárselo bien consiste en recorrer los cementerios para hacer calcos de lápidas.
—¡Los cementerios! —exclamó Maggie.
—Sí, pero eso no es todo. Resulta que una vez fue a dar una conferencia a Latham Manor sobre prácticas funerarias. La señora Bainbridge no se sentía bien, su hija Sarah había ido a visitarla y asistió a la conferencia.
»Earl incluyó en su charla esa historia de las campanillas victorianas. Al parecer los miembros de clase pudiente de la época victoriana tenían tanto miedo de que los enterraran vivos, que se hacían poner una campanilla en el suelo de la sepultura con un cordel atado al dedo del supuesto difunto; el cordel pasaba por un agujero en la tapa del féretro. Después pagaban a alguien para que vigilara durante una semana, por si la persona del ataúd revivía y trataba de tocar la campana.
—¡Dios mío! —exclamó Maggie.
—No, pero ahora viene lo mejor. Aunque parezca increíble, Earl tiene una especie de museo cerca de la funeraria, con todo tipo de símbolos y parafernalia mortuoria, y se le ocurrió la brillante idea de mandar hacer un montón de réplicas de campanillas de un cementerio victoriano para ilustrar la conferencia. Sin decirles lo que era, el idiota se las dio a doce mujeres, todas de entre sesenta y ochenta años, y les ató una cuerda al dedo anular. Les pidió que la sostuvieran con la otra mano, que movieran los dedos, y que imaginaran que estaban dentro de un ataúd tratando de comunicarse con el vigilante de la tumba.
—¡Qué terrible! —exclamó Maggie.
—Una de las ancianas se desmayó. La hija de la señora Bainbridge recogió las campanillas de Earl y estaba tan irritada que prácticamente lo echó de la residencia con todas sus campanillas. —Liam hizo una pausa y luego añadió con voz más apagada—: Lo más preocupante es que creo que a Earl no le hace ninguna gracia contar esta anécdota.