44

La doctora Horgan había visto muchos casos en los que un cónyuge expiraba pocas horas o incluso minutos después que el otro. Alguien horrorizado por las circunstancias de la muerte de una querida amiga podía experimentar la misma tensión mortal.

La doctora Horgan, como médica forense estatal, también estaba familiarizada con los pormenores de la muerte de Nuala Moore, y era consciente de lo perturbadora que podía resultar para alguien tan cercano a ella como la señora Shipley. Unos golpes salvajes en la nuca de la víctima habían acabado con ella. Granos de arena mezclados con pelo y sangre indicaban que el agresor había recogido, probablemente, una piedra en la playa. También era probable que supiera que la víctima era menuda y frágil, quizá hasta la conocía. Eso es, se dijo. La molesta sensación de que la muerte de Nuala Moore está relacionada en cierto modo con la de la mujer de Latham Manor es lo que me envía señales de alarma. Decidió llamar a la policía de Newport para ver si tenían alguna pista.

Los periódicos de principios de semana estaban apilados sobre su escritorio. En la sección de necrológicas encontró una pequeña nota en la que se reseñaba la vida de la señora Shipley, sus actividades en la comunidad, su condición de miembro de las Hijas de la Revolución Americana, el puesto de su difunto marido como consejero delegado de una importante empresa. Dejaba sólo tres primos, residentes en Nueva York, Washington y Denver.

No tenía nadie que la cuidara, pensó la doctora mientras dejaba el periódico y se volvía hacia la montaña de trabajo que la aguardaba sobre el escritorio.

Pero entonces la importunó un último pensamiento: la enfermera Markey. Era ella la que había encontrado el cuerpo de la señora Shipley en Latham Manor. Había algo en esa mujer que no le gustaba, un aire escurridizo de sabelotodo. Quizá lo mejor fuese que el comisario Brower volviera a hablar con ella.