Cuando Neil Stephens volvió a Portsmouth, la madre se dio cuenta por la expresión de su cara que no había visto a la chica de Nueva York.
—Sólo has comido una tostada —le recordó—. Voy a prepararte un desayuno. Después de todo, tengo pocas oportunidades de mimarte.
Neil se sentó en una silla de la cocina.
—Pensaba que mimar a papá era un empleo de jornada completa.
—Y lo es. Pero me gusta.
—¿Dónde está?
—En su oficina. Cora Gebhart, la mujer que saludamos anoche en el restaurante, lo llamó y le dijo que quería hablar con él.
—Ah —dijo Neil distraído mientras movía los cubiertos que le había puesto su madre.
Dolores dejó lo que hacía, se volvió y lo miró.
—Cuando empiezas a juguetear así, significa que estás preocupado —le dijo.
—Lo estoy. Si hubiera llamado a Maggie el viernes pasado, como quería, me habría dado su número de teléfono y me habría enterado de lo sucedido. Habría podido ayudarla. —Hizo una pausa—. Mamá, no sabes las ganas que tenía Maggie de pasar esos días con su madrastra. Si la vieras, no lo dirías, pero se lo pasó muy mal con todo eso.
Mientras comía unos crepes con beicon, le contó a su madre todo lo que sabía de Maggie. Pero no mencionó lo enfadado que estaba consigo mismo por no saber más.
—Parece una chica muy agradable —dijo Dolores Stephens—. Tengo muchas ganas de conocerla. Escucha, deja de atormentarte. Está en Newport, le has dejado una nota y tienes su número. Seguramente hoy la verás o tendrás noticias de ella. Tranquilízate.
—Lo sé. Pero tengo la desagradable sensación de no haber estado cuando me necesitaba.
—Tenías miedo de comprometerte, ¿no?
Neil dejó el tenedor.
—Eso no es justo.
—¿Ah, no? Mira, Neil, muchos jóvenes inteligentes y exitosos de tu generación que no se han casado a los veintitantos decidieron que podían seguir tanteando el terreno indefinidamente. Y algunos lo harán, de verdad no quieren comprometerse. Pero otros, además, parece que no saben cuándo crecer. Me pregunto si esta preocupación por Maggie no es el reflejo de que has comprendido súbitamente que ella te importa mucho, algo que no admitiste hasta ahora porque no querías comprometerte.
Neil miró a su madre en silencio.
—Y yo que pensaba que el duro era papá —dijo al fin.
Dolores se cruzó de brazos y sonrió.
—Mi abuela decía: «El marido es el cabeza de familia; la mujer, el cuello». —Hizo una pausa—. Y el cuello mueve la cabeza.
Al ver la expresión de asombro de Neil, rió.
—Créeme, no estoy de acuerdo con esa sabiduría casera. Considero al marido y la mujer como iguales, no como rivales de ningún campeonato. Y a veces, como en nuestro caso, las apariencias engañan. El jaleo y las quejas de tu padre son su forma de demostrar preocupación. Lo supe desde nuestra primera cita.
—Hablando del rey de Roma… —dijo Neil mientras veía por la ventana que su padre llegaba de la oficina.
La madre echó un vistazo.
—Oh, oh… viene con Cora. Parece muy trastornada.
Al cabo de unos minutos, cuando su padre y Cora Gebhart se sentaron con ellos a la mesa de la cocina, Neil comprendió por qué estaba trastornada. El miércoles, había vendido sus bonos por intermedio de un agente de bolsa que la había convencido de que invirtiera en acciones de una nueva empresa, y ella le había dado el visto bueno para que comprara.
—Anoche no pude dormir —dijo—. Después de que Robert me dijera en el club que no quería que otra de sus clientas perdiera hasta la camisa… tuve la espantosa sensación de que se refería a mí, y de pronto intuí que había cometido un error terrible.
—¿Ha llamado al agente para decirle que cancelara la compra? —preguntó Neil.
—Sí, es lo único inteligente que he hecho, o que he intentado hacer, porque me dijo que era demasiado tarde. —La voz le tembló—. Y desde entonces no he podido localizarlo en su despacho.
—¿Qué tipo de acciones son? —preguntó Neil.
—Tengo la información —respondió el padre.
Neil leyó el folleto y el balance. Era peor de lo que imaginaba. Llamó a su oficina y pidió a Trish que le pasara a uno de los socios.
—Ayer compró cincuenta mil acciones a las nueve —le dijo a la señora Gebhart—, veamos qué pasa hoy.
Tersely puso al corriente de la situación a su socio. Neil se volvió hacia la señora Gebhart.
—Ahora están a siete. Pediré que las vendan.
Cora dio su consentimiento con la cabeza y Neil siguió en la línea.
—Manténme informado —pidió, y colgó—. Hace unos días circuló el rumor de que Johnson y Johnson —explicó— iba a comprar la compañía cuyas acciones adquirió usted. Pero, por desgracia, estoy seguro de que sólo era eso: un rumor para inflar artificialmente la cotización de las acciones. Lo siento mucho, señora Gebhart; aun así, podremos salvar la mayor parte de su capital. Mi socio nos llamará en cuanto haya hecho la transacción.
—Lo que me enfurece —gruñó Robert Stephens— es que se trata del mismo agente que le hizo invertir a Laura Arlington en una empresa fantasma y ésta perdió todos sus ahorros.
—Parecía tan agradable —dijo Cora Gebhart—. Y sabía tato sobre mis bonos. Me explicó que por muy libre de impuestos que estuvieran, los beneficios no justificaban tener inmovilizado tanto capital. Y que incluso hasta estaban perdiendo valor por la inflación.
El comentario llamó la atención de Neil.
—Si sabía tanto de sus bonos, seguramente usted le habrá hablado de ellos —dijo con severidad.
—No, no le había dicho nada. Cuando me llamó para invitarme a almorzar, le dije que no tenía interés en invertir en nada, pero entonces me habló de sus clientes, como la señora Downing. Me explicó que ella tenía los mismos bonos que posee mucha gente mayor, y que él le había hecho ganar una fortuna. Después habló de los mismos bonos que tenía yo.
—¿Quién es la señora Downing? —preguntó Neil.
—Ah, todo el mundo la conoce. Es un personaje de la alta sociedad de Providence. La llamé y no paró de alabar a Douglas Hansen.
—Ya veo. Aun así me gustaría frenarlo —dijo Neil—. Me parece que es el tipo de persona que esta profesión no necesita.
En ese momento sonó el teléfono.
Maggie, pensó. Que sea Maggie.
Pero era su socio. Neil escuchó y se volvió hacia Cora Gebhart.
—Ha conseguido siete. Puede considerarse afortunada. Empiezan a circular rumores de que Johnson y Johnson va a sacar un comunicado diciendo que no tiene ningún interés en comprar esa empresa. Sea o no verdad, es suficiente para que la cotización de esas acciones caiga en picado.
Cuando Cora Gebhart se marchó, Robert Stephens miró a su hijo con cariño.
—Gracias a Dios estabas aquí, Neil. Cora es una mujer inteligente, de buen corazón, pero demasiado confiada. Hubiera sido una pena que se arruinara por un error. De esta manera, quizá sólo signifique que tenga que abandonar la idea de trasladarse a Latham Manor. Le ha echado el ojo a un apartamento, aunque a lo mejor aún pueda comprar uno más pequeño.
—Latham Manor —dijo Neil—. Me alegra que lo menciones. Necesito hacerte unas preguntas sobre ese lugar.
—¿Y qué demonios quieres saber sobre Latham Manor? —le preguntó su madre.
Neil les habló de los Van Hilleary, unos clientes que buscaban una residencia.
—Les dije que averiguaría un poco sobre el lugar, y casi me olvido. Tengo que pedir una cita para verlo.
—No empezaremos la partida de golf hasta la una —dijo Robert Stephens—, y la residencia no está lejos del club. ¿Por qué no llamas y preguntas si puedes hacer una visita o por lo menos recoger algunos folletos para tus clientes?
No dejes para mañana lo que puedas hacer hoy —dijo Neil con una sonrisa—, a menos, claro, que primero encuentre a Maggie. Ya debe de haber vuelto a casa.
Al cabo de seis tonos, colgó.
—Todavía está fuera —comentó apenado—. Muy bien, ¿dónde está la guía telefónica? Voy a llamar a Latham Manor; así me lo quito de encima.
El doctor William Lane se mostró de lo más solícito.
—Ha llamado en muy buen momento —le dijo—. Tenemos libre una de nuestras mejores suites, una unidad de dos habitaciones con terraza. Hay sólo cuatro apartamentos de ese tipo, y los otros tres están ocupados por matrimonios muy agradables. Puede venir ahora mismo.
La doctora Lara Horgan, la nueva médica forense del estado de Rhode Island, no sabía por qué estaba intranquila. Pero claro, había sido una semana muy ajetreada para su departamento: dos suicidios, tres ahogados y un asesinato.
Por otro lado, la muerte de la mujer de la residencia Latham Manor tenía todo el aspecto de algo puramente rutinario. Sin embargo, había algo que la preocupaba. La historia clínica de la difunta Greta Shipley era perfectamente clara. Su médico de toda la vida se había retirado, pero el socio comprobó que en el historial de la señora Shipley constaba que hacía diez años que sufría hipertensión y que había tenido una leve crisis cardíaca.
El doctor William Lane, director y médico de Latham Manor, parecía competente. El personal tenía experiencia y las instalaciones eran de primera clase.
El hecho de que la señora Shipley hubiera sufrido un leve desvanecimiento en la misa de su amiga Nuala Moore, la víctima del asesinato, y otro poco después, no hacía más que confirmar que estaba sometida a una gran tensión.