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Había sido una de las semanas más largas en la vida de Malcolm Norton. La cancelación de la venta de la casa de Nuala Moore y el anuncio de Barbara de que iba a visitar a su hija en Mail por un largo período, lo habían dejado atontado y asustado.

¡Debía conseguir esa casa a toda costa! Contarle a Janice lo de la inminente modificación del Acta de Wetlands había sido un error terrible. Tenía que haberse arriesgado y falsificar la firma de su mujer en los papeles de la hipoteca. Estaba desesperado hasta ese extremo.

Por esa razón, cuando el viernes por la mañana Barbara le pasó la llamada del comisario Brower, sintió que el sudor le corría por la frente. Tardó unos segundos en recobrar la compostura y un tono de voz afable.

—Buenos días, comisario. ¿Qué tal está? —dijo tratando de que su voz sonara alegre.

Era evidente que Brower no estaba de humor para charlar de cualquier cosa.

—Bien, gracias. Me gustaría hablar unos minutos con usted.

¿Sobre qué?, pensó Malcolm súbitamente aterrado, aunque se las arregló para decir con un tono sincero:

—Me parece perfecto, pero le advierto que ya he comprado entradas para el baile de la policía. —Hasta a él le sonó lamentable ese intento de chiste.

—¿A qué hora le va bien que pase por su despacho? —le espetó Brower.

Norton no quería que el comisario supiera lo desocupado que estaba.

—Tenía que hacer un contrato a las once, pero se ha postergado hasta la una, así que tengo un hueco.

—Pasaré a las once.

Tras oír el clic, Malcolm se quedó mirando nervioso el auricular que sostenía en la mano. Al final, colgó.

Llamaron suavemente a la puerta y Barbara asomó la cabeza.

—¿Algún problema, Malcolm?

—¿Problemas? Sólo quiere hablar conmigo. Lo único que se me ocurre es que se trate de algo relacionado con lo ocurrido el viernes por la noche.

—Ah, claro, el asesinato. El procedimiento habitual de la policía es interrogar a los amigos, por si recuerdan algo que en el momento no les pareciera importante. Además, Janice y tú fuisteis aquella noche a la cena de la señora Moore.

«Janice y tú». Malcolm frunció el entrecejo. ¿Era una referencia para recordarle que todavía no había iniciado los trámites legales de separación de Janice? No; Barbara, a diferencia de su esposa, no hacía juegos de palabras con significados ocultos. Su yerno era ayudante de un fiscal de Nueva York; probablemente lo había oído hablar de sus casos, razonó Malcolm. Además, la televisión y el cine estaban plagados de pormenores de procedimientos policiales.

—Barbara, dame un poco más de tiempo. No me abandones ahora —dijo él en el momento en que Barbara empezaba a cerrar la puerta.

La única respuesta fue el sonido de la puerta al cerrarse.

*****

Brower llegó puntualmente a las once. Se sentó recto en el sillón, al otro lado del escritorio de Norton y fue directo al grano.

—Señor Norton, ¿la noche del asesinato lo esperaban en casa de Nuala Moore a las ocho?

—Sí, mi mujer y yo llegamos alrededor de las ocho y diez. Por lo que sé, ustedes acababan de llegar a la escena del crimen y, como recordará, nos pidieron que esperáramos en casa de los vecinos de Nuala.

—¿A qué hora se fue de la oficina esa tarde? —preguntó Brower.

Norton levantó las cejas y pensó un instante.

—A la hora de siempre… no, un poco más tarde, a eso de las seis menos cuarto. Tenía que preparar un contrato fuera, traje el expediente aquí y escuché los mensajes.

—¿Se fue directamente a su casa?

—No, enseguida no. Barbara… La señora Hoffman, mi secretaria, ese día no había venido porque estaba resfriada. El día anterior se había llevado un expediente a su casa, y yo lo necesitaba para estudiarlo el fin de semana. Así que pasé a recogerlo.

—¿Cuánto tiempo tardó?

Norton pensó un momento.

—Vive en Middletown. Había mucho tráfico, turistas, diría que unos veinte minutos para ir y otro tanto para volver.

—Entonces llegó a su casa a eso de las seis y media.

—Probablemente un poco más tarde, alrededor de las siete, creo.

En realidad había llegado a las siete y cuarto. Lo recordaba muy bien. Malcolm se maldijo en silencio. Janice le ha bía dicho que, cuando Irma Woods explicó lo del testamento de Nuala, él había puesto una cara que se podía leercomo un libro abierto. «Parecía que quisieras matar a alguien —le había dicho su mujer con una sonrisita—. No sirves para engañar a nadie sin que algo salga mal».

Por consiguiente, esa mañana había preparado rápidamente respuestas a las preguntas que imaginaba le haría Brower sobre su reacción a la cancelación de la venta. Esta vez no revelaría sus emociones, y se alegraba de haber pensado de antemano en la situación, porque, de hecho, el comisario le hizo preguntas para sonsacarle información sobre la venta propuesta.

—Debió de ser una decepción —murmuró Brower—, pero por otro lado todas las inmobiliarias de la ciudad tienen casas como la de Nuala Moore y se mueren por venderlas.

Lo que significa que me pregunta por qué quería esa en particular, pensó Norton.

—A veces la gente quiere una casa porque siente una especie de flechazo. Como si el inmueble le dijera: Cómprame, soy para ti —continuó el comisario.

Norton esperó.

—Cualquiera que deseara tanto una casa estaría muy molesto de que estuviera a punto de llegar una especie de pariente para estropearlo todo. Habría una sola manera de impedirlo: parar al pariente, o al menos encontrar la manera de que no influyera sobre el dueño de la casa. —Brower se puso de pie—. Ha sido un placer hablar con usted, señor Norton. Ahora me gustaría hablar un instante con su secretaria.

*****

A Barbara Hoffman no le gustaba fingir. El viernes anterior, se había quedado en casa con la excusa de que tenía un resfriado, pero en realidad necesitaba un día tranquilo para pensar. Para aplacar su conciencia, se había llevado unas carpetas de la oficina; quería que todo estuviera en orden si decidía decirle a Malcolm que se marchaba.

Curiosamente, él la había ayudado a tomar la decisión. Norton casi nunca iba a su casa, pero aquel viernes se presentó inesperadamente para ver cómo estaba. No se dio cuenta de que había una vecina de visita, Dora Holt. Cuando Barbara abrió la puerta, él se inclinó para besarla, pero dio un paso atrás nada más ver la expresión negativa en la cara de la mujer.

—Ah, señor Norton —dijo ella rápidamente—. Tengo el contrato de compraventa de Moore que necesitaba.

Le presentó a Dora Holt y después, fingiendo que buscaba en una pila de carpetas, sacó una y se la dio. Pero a Barbara no se le escapó la risita pícara y la curiosidad en los ojos de su vecina. Y en ese momento supo que la situación era intolerable.

Ahora, sentada delante del comisario Brower, Barbara Hoffman se sintió deshonesta y muy incómoda al contarle la misma historia de por qué su jefe había pasado por su casa.

—¿Entonces el señor Norton se quedó sólo un momento?

La mujer se relajó un poco; con esa pregunta al menos podía ser absolutamente sincera.

—Sí, cogió la carpeta y se marchó enseguida.

—¿Qué expediente era?

Tenía que decir otra mentira.

—Eh… eh… el contrato de compraventa de Moore. —Se ruborizó por el tartamudeo.

—Una cosa más. ¿A qué hora se marchó el señor Norton de su casa?

—Poco después de las seis —respondió honestamente.

Brower se levantó y señaló el intercomunicador con la cabeza.

—Por favor, dígale al señor Norton que me gustaría hablar un momento con él.

*****

Cuando el comisario regresó al despacho del abogado, no desperdició palabras.

—Señor Norton, tengo entendido que el viernes pasado recogió de casa de la señora Hoffman el contrato de compraventa de la señora Moore. ¿Para cuándo estaba acordada la firma?

—Para el lunes a las once de la mañana —dijo Norton—. Quería asegurarme de que estaba todo en orden.

—Dado que usted era el comprador, ¿la señora Moore no tenía otro abogado que la representara? ¿No es bastante atípico?

—No, no mucho. En realidad fue idea suya. Nuala creía que era absolutamente innecesario que interviniera otro abogado. Le pagaba un precio justo y le daba el dinero con un cheque conformado. Además, si lo deseaba, tenía derecho a quedarse en la casa hasta fin de año.

El comisario miró en silencio a Malcolm Norton por unos instantes y se puso en pie para marcharse.

—Una cosa más, señor Norton —dijo—. El viaje de casa de la señora Hoffman a la suya no tarda más de veinte minutos. Debería haber llegado poco después de las seis y media. Pero me ha dicho que llegó alrededor de las siete. ¿Fue a algún otro lado?

—No; puede que me haya equivocado respecto a la hora en que llegué a casa.

¿Por qué me hace estas preguntas? ¿Qué sospecha?, se preguntó Norton.