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El examen concienzudo de cada una de las fotos ampliadas tampoco reveló a Maggie nada que pudiera haber perturbado tanto su subconsciente.

Todas las tumbas parecían iguales, con las mismas cosas: lápidas con plantas alrededor, y hierba, suave y verde todavía a principios del otoño, salvo en la sepultura de Nuala, donde el césped tenía algunos claros.

Césped. Por alguna razón la palabra le inquietaba. Seguramente también habían plantado el césped hacía poco en la tumba de la señora Rhinelander. Hacía sólo dos semanas que había muerto.

Maggie estudió una vez más las fotos de la tumba de Constance Rhinelander, recorrió cada milímetro con una lupa. Lo único que le llamaba la atención era un pequeño agujero que se veía entre las plantas que rodeaban la lápida. Parecía como si hubieran quitado una piedra del lugar o algo así. Quienquiera que lo hubiera hecho no se había molestado en volver a aplanar la tierra.

Volvió a examinar los mejores primeros planos de la tumba de Nuala. El césped era más parejo en las partes en que empezaba a crecer, pero en una de las fotos detectó algo —¿una piedra?— justo detrás de las flores que había dejado Greta Shipley el día anterior. ¿Una irregularidad porque no habían tamizado bien la tierra para sacar las piedras y los terrones después del entierro? ¿O quizá algún tipo de indicador del cementerio? Había un brillo raro…

Estudió las fotos de las otras cuatro tumbas, pero no vio nada digno de atención.

Luego dejó las copias en una esquina de la mesa, estiró la mano y cogió un armazón y el pote de arcilla húmeda.

Empezó a esculpir usando como modelo unas fotos recientes de Nuala que había encontrado por la casa. Durante las siguientes horas, mientras comenzaba a dar forma a la cara pequeña y agradable de Nuala de ojos grandes y pestañas tupidas, los dedos, el barro y el cuchillo se convirtieron en una sola cosa. Insinuó los vestigios de la edad en laS arrugas que rodeaban los ojos, la boca y el cuello, y en los hombros encorvados.

Cuando terminara, sabría si había tenido éxito en captar los rasgos de Nuala que tanto le gustaban: el espíritu indómito y alegre que se ocultaba detrás de una cara que a primera vista resultaba meramente bonita.

Como Odile Lane, pensó, y se estremeció al recordar cómo la mujer había agitado el dedo en dirección a Greta Shipley mientras le decía «¡Mala, mala!», hacía sólo veinticuatro horas.

Mientras limpiaba las herramientas, pensó en la gente con la que había cenado la noche anterior. Qué acongojados debían estar. Era evidente que la querían mucho, y ahora Greta se había marchado para siempre.

Miró el reloj y bajó por la escalera. Las nueve. Decidió que no era demasiado tarde para llamar a la señora Bainbridge.

Letitia Bainbridge contestó a la primera señal.

—Ay, Maggie, estamos destrozados. Greta no se sentía muy bien últimamente, pero hasta entonces estaba en perfecto estado. Sé que hacía años que tomaba algo para la presión y el corazón, pero nunca tuvo ningún problema.

—A pesar de que la conocía hacía poco tiempo, le había tomado mucho cariño —dijo Maggie—. Me imagino cómo estarán ustedes. ¿Sabe algo de la ceremonia?

—Sí, se ocupa la Funeraria Bateman. Supongo que todos terminaremos allí. La misa es el sábado por la mañana en la iglesia episcopaliana Trinity, y el sepelio en el cementerio Trinity. Greta dejó instrucciones de que viera el cuerpo sólo en la funeraria entre las nueve y las diez y media.

—Allí estaré —prometió Maggie—. ¿Tenía familia?

—Algunos primos. Creo que vendrán. Sé que les ha dejado sus valores y todo lo que había en el apartamento. Así que sin duda irán a presentar sus respetos. —Letitia Bainbridge hizo una pausa, y añadió—: Maggie, hay una cosa que no puedo quitarme de la cabeza. Anoche, lo último que le dije a Greta fue que si habían visto a Eleanor Chandler husmeando su apartamento, debía cambiar la cerradura.

—Pero ella se rió del comentario —protestó Maggie—. Por favor, no se atormente con eso.

—No es eso lo que me atormenta, sino el hecho de que ese apartamento ahora será para Eleanor Chandler, independientemente de quién esté en la lista de espera.

*****

Parece que lo mío es cenar tarde, pensó Maggie mientras ponía la tetera al fuego, batía unos huevos y metía unas rebanadas de pan en la tostadora, y no justamente porque me lo esté pasando en grande. Mañana, por lo menos, seguro que Liam me invitará a una buena cena.

Tenía ganas de verlo. Siempre era divertido y muy gracioso. Se preguntó si habría hablado con Earl Bateman sobre la inesperada visita del lunes por la noche. Esperaba que sí. No quería pasar más tiempo en la cocina, así que preparó una bandeja y la llevó a la sala. Aunque Nuala se había topado con la muerte en esa habitación hacía menos de una semana, Maggie se había dado cuenta de que para su madrastra la sala era un sitio alegre y acogedor.

El fondo y los lados de la chimenea estaban tiznados de hollín. El fuelle y las tenacillas del hogar tenían señales de uso frecuente. Maggie imaginó un fuego crepitante en las frías noches de Nueva Inglaterra.

Las estanterías estaban llenas de libros, títulos interesantes, muchos que ya conocía y otros que tenía ganas de hojear. Ya había visto los álbumes de fotos, montones de instantáneas de Nuala y Tim Moore que mostraban a dos personas que obviamente disfrutaban de su mutua compañía.

Fotos enmarcadas de los dos —en barco con amigos, de picnic, en cenas formales, de vacaciones— colgaban de las paredes.

El butacón mullido con la banqueta probablemente era el sitio de Tim, decidió Maggie, porque recordaba que a Nuala, tanto si estaba enfrascada en un libro como si charlaba o miraba la televisión, le gustaba acurrucarse como un gatito en un sofá, entre el respaldo y el apoyabrazos.

No era de extrañar que la perspectiva de mudarse a Latham Manor no la entusiasmara demasiado, pensó Maggie. Seguramente le resultaba bastante doloroso dejar una casa en la que había sido feliz durante tantos años.

Pero evidentemente había barajado la posibilidad de trasladarse. La primera noche, mientras cenaban después de la reunión de los Moore, Nuala le había mencionado que acababa de quedar libre el apartamento de la residencia que le gustaba.

¿Qué apartamento sería?, se preguntó. Nunca habían hablado de él.

De pronto, Maggie se dio cuenta de que le temblaban las manos. Dejó la taza de té sobre el plato. ¿No sería justamente el que había pertenecido a Constance Rhinelander, la amiga de Greta Shipley?