La última clase de Earl Bateman antes del fin de semana terminaba a la una de la tarde. Se había quedado en el apartamento del campus durante unas horas ordenando papeles. Cuando estaba a punto de salir hacia Newport sonó el teléfono.
Era su primo Liam que llamaba de Boston. Aquello le sorprendió. Nunca habían tenido demasiado en común.
Respondió con monosílabos a los intentos de Liam de mantener una conversación normal. Quería contarle lo de los programas de televisión, lo tenía en la punta de la lengua, pero sabía que se convertiría en otra broma familiar. Quizá lo mejor era invitarlo a tomar una copa y dejar por ahí, donde pudiera verlo, el último cheque de tres mil dólares de la oficina que le organizaba las conferencias. Buena idea, decidió.
Pero mientras Liam se acercaba gradualmente al motivo de la llamada, la ira empezó a bullir en su interior. La razón era que si Earl iba a Newport el fin de semana, no pasara a ver a Maggie Holloway. Su visita del otro día la había trastornado bastante.
—¿Por qué? —espetó Earl con creciente irritación.
—Mira, Earl, tú crees que puedes analizar a la gente. Pues verás, hace un año que conozco a Maggie. Es una chica estupenda y… espero que pronto se dé cuenta de lo especial que es para mí. Pero te juro que no es del tipo de las que lloran sobre el hombro de nadie. Es una persona reservada. No es uno de tus cretinos prehistóricos que se mutila porque no es feliz.
—Doy clases sobre costumbres tribales, no sobre cretinos prehistóricos —precisó Earl tenso—. Y pasé a verla porque estaba preocupado de que ella, como Nuala, se descuidara y dejara la puerta sin llave.
El tono de Liam se aligeró.
—Lo siento, Earl, no debí decirlo. Pero lo que intento que entiendas es que Maggie no vive en las nubes como la pobre Nuala. No hace falta avisarle nada, especialmente si parece más bien una amenaza. Mira, ¿por qué no nos vemos el fin de semana y tomamos una copa?
—De acuerdo. —Le pondría el cheque delante de las narices—. Pasa por casa mañana a eso de las seis —dijo Earl.
—Mañana no puedo, he quedado con Maggie para cenar. ¿Qué tal el sábado?
—De acuerdo. Hasta el sábado.
Así que está interesado en Maggie, pensó Earl al colgar. Por la forma en que no le hizo ni caso en la fiesta del Four Seasons, nadie lo hubiera dicho. Muy propio de Liam, el gran conquistador. Earl, en cambio, estaba seguro de una cosa: si él hubiera estado saliendo con Maggie durante un año, le habría prestado mucha más atención.
Una vez más volvió a tener una extraña sensación, la premonición de que estaba a punto de suceder algo malo, que Maggie Holloway estaba en peligro, la misma sensación que había tenido la semana anterior con Nuala.
Había tenido por primera vez esas premoniciones a los dieciséis años, cuando se recuperaba en el hospital de una operación de apéndice. Ted, su mejor amigo, iba a pasar a verlo por la tarde antes de salir a navegar. Por alguna razón él quería decirle que no fuera, pero habría parecido una estupidez. Recordó que había pasado toda la tarde como esperando que le propinaran un puñetazo. Al cabo de dos días encontraron la barca de Ted a la deriva. Hubo varias hipótesis sobre lo ocurrido, pero ninguna respuesta.
Earl, naturalmente, nunca mencionó el extraño episodio. Y ahora ni siquiera se permitía pensar en las otras veces que había tenido el presentimiento.
Al cabo de cinco minutos se dirigía a Newport por la autopista. A las cuatro y media paró en una tienda para hacer la compra y se enteró de la muerte de Greta Shipley.
—Antes de trasladarse a Latham Manor hacía la compra aquí —dijo con tristeza Ernest Winter, el anciano propietario de la tienda—. Una mujer encantadora.
Mis padres eran amigos de ella —comentó Earl—. ¿Estaba enferma?
—Por lo que sé, últimamente no se sentía muy bien. Hacía poco que habían muerto dos de sus amigas más cercanas, una en Latham Manor, y después la señora Moore, asesinada. Creo que la afectó mucho. Son cosas que pasan. Es curioso que lo recuerde ahora, pero hace años la señora Shipley me dijo que, según un proverbio, «la muerte viene de a tres». Parece que tenía razón. Da escalofríos de sólo pensarlo.
Earl recogió las bolsas. Otro tema interesante para una conferencia, pensó. ¿Es posible que esa expresión, como tantas otras, tenga una base psicológica? Sus mejores amigas habían fallecido. ¿Algo en el espíritu de Greta Shipley les gritaba: «¡Esperadme, yo también voy!»?
Con ése eran dos los temas que se le habían ocurrido aquel día para su ciclo de conferencias. Había leído un artículo en el periódico sobre un supermercado que estaban a punto de abrir en Inglaterra, donde los deudos podían escoger todo lo necesario para un funeral —ataúd, mortaja, ropa para el difunto, flores, libro de pésame, y, si era necesario, hasta el emplazamiento de la sepultura—, y eliminar así la onerosa mediación de la funeraria.
Afortunadamente su familia se había retirado del negocio, decidió Earl mientras se despedía del señor Winter. Por otro lado, los nuevos dueños de la Funeraria Bateman se habían ocupado de las exequias de la señora Rhinelander y de Nuala, e indudablemente también se ocuparían de Greta Shipley. Era lo apropiado, puesto que su padre se había ocupado del sepelio del marido.
El negocio está boyante, pensó compungido.