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Maggie despertó temprano pero esperó hasta las once para llamar a Greta Shipley. Estaba muy preocupada por la fragilidad que había percibido en la anciana la noche anterior, y esperaba que hubiera dormido bien. En la habitación no respondieron. Quizá se siente mejor y ha bajado, se dijo.

El teléfono sonó al cabo de quince minutos; era el doctor Lane.

—Maggie, tengo una noticia muy triste —dijo—. La señora Shipley pidió que esta mañana no la despertaran, pero hace una hora la enfermera Markey entró a ver cómo estaba… En algún momento de la noche murió en paz mientras dormía.

*****

Maggie se quedó sentada durante un rato, atontada por la tristeza, pero al mismo tiempo enfadada consigo misma por no haberle insistido a la señora Shipley que fuera a visitar un médico —un médico de fuera de la residencia—. El doctor Lane le dijo que todo indicaba un ataque cardíaco.

Era evidente que no se había sentido bien en toda la noche.

Primero Nuala, ahora Greta Shipley. Dos mujeres, íntimas amigas, muertas en una semana, pensó Maggie. Estaba tan entusiasmada, tan contenta de volver a tener a Nuala en su vida. Y ahora esto…

Maggie recordó la primera vez que Nuala le había dado arcilla para modelar. Aunque ella tenía sólo seis años, Nuala reconoció que poseía algún talento artístico especial, aunque no como pintora. «No eres Rembrandt —le había dicho riendo—. Pero cuando te vi jugar con plastilina tuve el Presentimiento…».

Le había enseñado una foto de Porgie, el caniche enano de Maggie. «A ver si lo copias», le dijo. Así había empezado. Desde entonces, sin embargo, descubrió que por mucho que la satisfaciera, no era más que una afición. Por suerte también le interesaba la fotografía, en la que demostró auténtico talento y se hizo profesional. Pero la pasión por esculpir nunca la había abandonado.

Todavía recuerdo lo maravilloso que fue poner mis manos sobre la arcilla, pensó Maggie mientras subía la escalera con los ojos secos. Era torpe para modelar, pero me di cuenta de que pasaba algo, que había una conexión entre mi cerebro y los dedos a través de la arcilla.

Ahora, con la muerte de Greta Shipley, algo que todavía no había digerido, Maggie supo que tenía que meter las manos en el barro húmedo. Sería terapéutico y le permitiría pensar, decidir qué hacer a continuación.

Empezó a trabajar en el busto de Nuala, pero enseguida se dio cuenta de que era la cara de Greta la que ocupaba su mente.

Estaba tan pálida anoche, recordó. Apoyó la mano en la silla para levantarse y después, cuando me cogió del brazo mientras íbamos del salón al comedor, percibí su debilidad. Hoy pensaba quedarse en la cama. No lo reconocía, pero estaba enferma.

Y cuando visitamos los cementerios habló de que presentía que hacía demasiado tiempo que la esperaban, como si no tuviera más fuerzas. Lo mismo que le pasó a papá.

Los amigos de su padre le habían dicho que éste se había excusado de asistir a una cena porque estaba cansado, y que se iría a dormir temprano. Nunca despertó. Ataque cardíaco. Exactamente lo que el doctor Lane le había dicho que le había sucedido a Greta.

Vacía, me siento vacía, pensó. Era inútil tratar de trabajar. No se sentía inspirada. Hasta la arcilla le fallaba. Dios mío, otro funeral. Greta Shipley no tenía hijos, así que la mayoría de los asistentes serían amigos.

Funeral. La palabra le refrescó la memoria. Se acordó de las fotos que había hecho en los cementerios. Ya tenían que estar reveladas. Pasaría a recogerlas y las estudiaría. ¿En busca de qué? Sacudió la cabeza. Todavía no tenía la respuesta, pero seguro que había alguna.

*****

Había dejado los carretes en una tienda de la calle Thames. Mientras aparcaba, recordó que precisamente el día anterior, justo en la misma manzana, había comprado un traje para llevar en la cena con Greta, que menos de una semana antes había llegado a Newport entusiasmada con la visita a Nuala. Ahora las dos estaban muertas. ¿Había alguna conexión entre ambas muertes?, se preguntó.

El sobre con las fotos estaba listo y lo recogió en el mostrador del fondo.

El dependiente enarcó las cejas cuando vio la factura.

—¿Pidió que las ampliaran todas, señora Holloway?

—Así es.

Contuvo las ganas de abrir el sobre allí mismo. Cuando llegara a casa iría al estudio y las examinaría detenidamente.

Pero cuando llegó, se encontró con un RMW último modelo que salía marcha atrás del camino particular. El conductor, un hombre de unos treinta años, retrocedió deprisa para dejarle espacio para entrar, y aparcó en la calle. Salió del coche, y se acercó a pie por el sendero mientras Maggie abría la puerta de su vehículo.

¿Qué querría?, se preguntó. Era un hombre apuesto e iba muy bien vestido, con ropa cara, de modo que no la asustó. Aun así, su aspecto dinámico y emprendedor le molestaba.

—Señorita Holloway —dijo—. Espero no haberla asustado. Soy Douglas Hansen. Quería verla, pero su número de teléfono no figura en la guía. Así que como hoy tenía una cita en Newport, se me ocurrió dejarle una nota. Está en la puerta.

Se metió la mano en el bolsillo y le tendió una tarjeta: «Douglas Hansen. Asesor financiero». La dirección era de Providence.

—Una de mis clientas me informó del fallecimiento de la señora Moore. No nos conocíamos mucho, pero nos habíamos visto algunas veces. Quería decirle que lo lamento mucho, y también preguntarle si piensa vender la casa.

—Gracias, señor Hansen, pero aún no he tomado ninguna decisión —respondió Maggie en voz baja.

—Quería hablar con usted porque si, efectivamente, quiere vender, antes de que ponga la casa en manos de un agente inmobiliario tengo una clienta interesada en adquirir la propiedad por mi intermedio. La hija está a punto de divorciarse y quiere tener un lugar al que trasladarse antes de darle la noticia al marido. Sé que esta casa necesita obras importantes, pero la madre puede hacerse cargo. Es un apellido que seguramente conocerá.

—No lo creo. No conozco mucha gente en Newport —dijo Maggie.

—Entonces digamos que es un apellido conocido para mucha gente. Por eso me ha pedido que actúe de intermediario. La discreción es muy importante.

—¿Y cómo sabe que la casa es mía? —preguntó Maggie.

Hansen sonrió.

—Señorita Holloway, Newport es una ciudad pequeña. La señora Moore tenía muchos amigos, y algunos son clientes míos.

Quiere que le empiece a hacer preguntas para discutir el negocio, pensó Maggie, pero no pienso hacerlo.

—Como ya le he dicho, aún no he tomado ninguna decisión —dijo con tono neutro—. De todas formas le agradezco su interés.

—Guardaré la tarjeta. —Se dio la vuelta y echó a andar hacia la casa.

—Permítame añadir que mi clienta está dispuesta a pagar doscientos cincuenta mil dólares. Creo que es una oferta significativamente superior a la que pensaba aceptar la señora Moore.

—Veo que sabe muchas cosas, señor Hansen —dijo Maggie—. Newport debe de ser una ciudad pequeñísima. Gracias otra vez. Si decido vender, lo llamaré. —Y se volvió otra vez hacia la casa.

Una cosa más, señorita Holloway. Me gustaría pedirle que no mencione esta oferta a nadie. Demasiada gente adivinaría la identidad de mi clienta y sería un problema para la hija.

—Descuide, no tengo costumbre de hablar de mis asuntos con nadie. Adiós, señor Hansen. —Esta vez echó a caminar deprisa, pero por lo visto él tenía intenciones de entretenerla.

Vaya, cuántas fotos —dijo señalando el sobre que llevaba bajo el brazo; Maggie se volvió una vez más—. Tengo entendido que es usted fotógrafa profesional. Esta región le debe parecer una maravilla.

La respuesta de Maggie fue sólo una despedida con la cabeza y cruzó el porche hacia la puerta.

La nota de Hansen estaba colgada junto al pomo. Maggie la cogió y metió la llave en la cerradura. Cuando miró por la ventana de la sala, lo vio marcharse. De repente se sintió terriblemente tonta.

¿Empiezo a asustarme hasta de mi propia sombra?, se preguntó. Ese hombre habrá pensado que soy una boba… Salir corriendo de esa manera. Y además, si decido vender, no puedo ignorar su oferta. Son cincuenta mil dólares más de lo que Malcolm Norton le ofreció a Nuala. No es de extrañar que pareciera tan molesto cuando la señora Woods nos contó lo del testamento. Sabía que era una ganga.

Maggie fue arriba, al estudio, y abrió el sobre de las fotos. No fue una ayuda para su estado de ánimo la primera imagen que vio: la tumba de Nuala con las flores semimarchitas que Greta Shipley había dejado en la base de la lápida.