Durante los seis días siguientes al hallazgo del cadáver de Nuala Moore, la intuición del comisario Chet Brower se fue convirtiendo en una certeza. Estaba seguro de que ningún ladrón ocasional habría cometido semejante crimen. Tenía que ser alguien que la conocía, alguien en quien probablemente ella confiaba. ¿Pero quién? ¿Y por qué?, se preguntó.
Brower tenía la costumbre de hacerse esas preguntas en voz alta con el detective Jim Haggerty. El jueves por la mañana, llamó a Haggerty a su despacho para repasar la situación.
—Puede que la señora Moore dejara la puerta abierta, en cuyo caso habría podido entrar cualquiera. Por otro lado, es muy probable que fuera alguien conocido y ella le abriera la puerta. En cualquier caso, no hay indicios de que forzaran la cerradura.
Hacía quince años que Jim Haggerty trabajaba con Brower. Sabía que lo usaba como caja de resonancia, de modo que, aunque el detective tuviera sus propias ideas, debía esperar para expresarlas. Haggerty nunca había olvidado el comentario de un colega oído por casualidad: «Puede que Jim parezca más un dependiente de ultramarinos que un poli, pero piensa como poli». Sabía que era una especie de halago, y también que no era injustificado: su aspecto blando, con gafas, no era exactamente la imagen de superpolicía de un director de Hollywood. Pero esa disparidad era a veces una ventaja. Su apariencia afable hacía que la gente se sintiera más cómoda con él, se relajara y hablara con más libertad.
—Partamos de que era alguien que ella conocía —continuó Brower con la frente arrugada. Eso abre la lista de sospechosos a casi todo el mundo en Newport. La señora Moore era muy querida y muy activa. Su último proyecto fue dar clases de pintura en la Residencia Latham Manor.
Haggerty sabía que a su jefe no le gustaban los lugares como Latham Manor. Le fastidiaba la idea de que los ancianos invirtieran tanto dinero no recuperable en una especie de juego macabro que consistía en que vivieran el tiempo suficiente para que la inversión resultara rentable. El detective opinaba que, como la suegra de Brower hacía casi veinte años que vivía con él, el comisario tenía envidia de cualquiera cuyos padres pudieran permitirse pasar sus últimos años en una residencia de lujo en lugar de estar en la habitación de huéspedes de la hija.
—Pero creo que podemos descartar a la mayoría de Newport, porque quienquiera que asesinara a la señora Moore y después registrara la casa, tuvo que ver los preparativos de la cena —murmuró Brower.
—La mesa estaba puesta… —empezó Haggerty, pero cerró la boca. Había interrumpido al jefe.
Brower frunció más el entrecejo.
—A eso iba. Significa que a la persona que estaba en la casa no le preocupaba que pudiera llegar alguien en cualquier momento. Lo que significa que es muy probable que el asesino sea uno de los invitados a la cena con los que hablamos en casa de la vecina. O, menos probable, alguien que supiera a qué hora llegarían los invitados. —Hizo una pausa—. Es hora de que los examinemos detenidamente. Borrón y cuenta nueva: olvidémonos de lo que sepamos de ellos y empecemos de cero. —Se reclinó—. ¿Qué piensas, Jim?
Haggerty procedió con tiento.
—Comisario, tenía el presentimiento de que seguiría esta línea de investigación, y usted sabe que me gusta hablar con la gente. Así que ya hice ciertas averiguaciones en esa dirección, y creo que encontré algunas cosas interesantes.
Brower lo miró pensativo.
—Continúa.
—Bueno, estoy seguro de que vio la expresión de ese charlatán pomposo, Malcolm Norton, cuando la señora Woods nos contó lo del testamento y la cancelación de la venta.
—La vi, y la definiría como sorpresa y consternación mezclada con ira.
—Todo el mundo sabe que el bufete de Norton va peor, ahora se ocupa de mordeduras de perros y de divorcios en los que hay que dividir la camioneta y el coche de segunda mano. Así que investigué de dónde iba a sacar el dinero para comprar la casa de la señora Moore. También me enteré de un pequeño chisme sobre él y su secretaria, una mujer llamada Barbara Hoffman.
—Interesante. ¿Y de dónde sacó el dinero? —preguntó Brower.
—De una hipoteca sobre su casa, probablemente su mayor bien, o quizá el único. Hasta consiguió que su mujer firmara.
—¿Sabe ella que tiene una amante?
—Por lo que creo, a esa mujer no se le escapa nada…
—Y entonces ¿por qué pone en peligro el único bien en común que tienen?
—Eso me gustaría saber. Hablé con Propiedades Hopkins y les pedí su opinión sobre la transacción. Estaban sorprendidos de que Norton estuviera dispuesto a pagar doscientos mil dólares por la casa. Según ellos, necesita una reforma total.
—¿La amante de Norton tiene dinero?
—No. Todo lo que averigüé es que Barbara Hoffman es una buena mujer, una viuda que sacó adelante a sus hijos y que tiene una cuenta bancaria modesta. —Haggerty adivinó la siguiente pregunta—. El primo de mi mujer es cajero del banco. Hoffman deposita cincuenta dólares en su cuenta de ahorros dos veces al mes.
—La cuestión es por qué Norton quería esa casa. ¿Acaso hay petróleo en el terreno?
—Si hay, no puede tocarlo. La parte del terreno que da al mar está protegida como marisma, y la parte en que se puede edificar es pequeña, lo que restringe incluso agrandar la casa; además no tiene vistas, a menos que uno esté en el piso de arriba.
—Será mejor que hablemos con Norton —dijo Brower.
—Sugeriría que también lo hiciéramos con su esposa, comisario. Por lo que sé, es demasiado inteligente para que la convenzan de que hipoteque su casa sin una buena razón que la beneficie a ella.
—Muy bien, es tan buen punto de partida como cualquiera. —Brower se puso de pie—. Por cierto, no sé si has visto el informe sobre Maggie Holloway. Parece que está limpia. Su padre le dejó un poco de dinero, y le va muy bien como fotógrafa, gana bastante pasta, así que no creo que el dinero pueda ser un móvil en su caso. Y es indudable que dice la verdad sobre la hora en que salió de Nueva York. El portero del edificio donde vive lo ha confirmado.
—Me gustaría conversar con ella —dijo Haggerty—. La factura telefónica de la señora Moore indica que habló con ella muchas veces durante la semana anterior al asesinato. A lo mejor le dijo algo sobre la gente que había invitado a la cena, algo que nos dé una pista. —Hizo una pausa y añadió—: Pero, lo que me tiene confundido es no tener idea de lo que el asesino, o la asesina, buscaba cuando puso la casa patas arriba. Apostaría a que ésa es la clave del crimen.