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Angela, la empleada de voz suave que la había recibido el día anterior, le mostró a Maggie el armario donde se guardaban los materiales de pintura de Nuala. Muy propio de ella, pensó Maggie con cariño. Los estantes estaban desordenados, pero con la ayuda de Angela no tardaron en meterlo todo en dos cajas, que un ayudante de cocina llevó al coche.

—La señora Shipley la espera en su apartamento —le dijo Angela—. La acompañaré hasta allí.

—Gracias.

La joven vaciló un instante mientras echaba un vistazo al salón de actividades.

—Cuando la señora Moore daba clases aquí, todo el mundo se lo pasaba muy bien. Daba igual que la mayoría no supiera trazar una raya. Hace un par de semanas empezó la clase pidiéndoles a todos que recordaran algún tema de la Segunda Guerra Mundial, de esos que ponían en los carteles patrióticos. Hasta la señora Shipley asistió, a pesar de que estaba muy trastornada aquel día.

—¿Por qué?

—La señora Rhinelander murió ese lunes. Eran buenas amigas. En fin, yo estaba allí ayudando a pasar el material, y a medida que se acordaban de diferentes lemas, como «Que sigan en el aire», la señora Moore hacía un bosquejo, una bandera detrás de un avión, y todos lo copiaban. Después alguien sugirió: «No lo digas, amigo, masca chicle Topps».

—¿Eso era un lema? —se sorprendió Maggie.

—Sí. Todo el mundo rió, pero, como explicó la señora Moore, era un aviso serio para que la gente que trabajaba en la industria de defensa no dijera nada que un espía pudiera oír. Fue una clase muy animada. —Sonrió Angela mientras recordaba—. La última de la señora Moore. Todos la echamos de menos. Bueno, la llevaré al apartamento de la señora Shipley.

La cálida sonrisa de Greta Shipley cuando vio a Maggie no disimuló el hecho de que tenía profundas ojeras y unas arrugas grisáceas alrededor de los labios. Maggie también notó que, al levantarse, tuvo que sostenerse del brazo del sillón. Parecía cansada, y claramente más débil que el día anterior.

—Maggie, estás preciosa. Ha sido muy amable de tu parte aceptar mi precipitada invitación —dijo la señora Shipley—. Tendremos una compañía muy agradable para cenar; creo que todos te caerán bien. Había pensado tomar el aperitivo aquí antes de reunirnos con los demás.

—Me parece muy bien.

—Espero que te guste el jerez; es lo único que tengo.

—Sí, me gusta.

Angela fue al aparador, sirvió el jerez en unas copas antiguas de cristal y se las entregó. Después salió silenciosa mente de la habitación.

—Esa chica es un tesoro —dijo la señora Shipley—. Tiene unos detalles que a los demás ni se les ocurren. No es que no sean eficientes —añadió rápidamente—, pero Angela es especial. ¿Has recogido los materiales de Nuala?

—Sí, Angela me ayudó, y me explicó una clase de Nuala en la que ella estuvo, esa en la que dibujaron carteles de la Segunda Guerra Mundial.

Greta Shipley sonrió.

—Nuala era maliciosa. Cuando las dos volvimos aquí después de la clase, cogió mi dibujo, que por supuesto era bastante malo, y le añadió unos toques. Tienes que verlo. Está en el segundo cajón —dijo señalando la mesa que había junto al sofá.

Maggie abrió el cajón y sacó una hoja gruesa de papel de dibujo. Al mirarlo sintió un escalofrío. El boceto original de la señora Shipley tenía una especie de trabajador de la industria de defensa con casco que hablaba con otro en un tren o un autobús. Detrás había una figura de cara siniestra con capa negra y sombrero que obviamente intentaba escuchar.

Nuala, sobre la cara de los trabajadores, había dibujado su cara y la de la señora Shipley. La imagen de una enfermera con los ojos entrecerrados y una oreja gigante flotaba sobre la cara del espía.

—¿Es alguien de aquí? —preguntó Maggie.

La señora Shipley rió.

—Sí, es la enfermera Markey, una entrometida espantosa. Aquel día pensaba que era una broma, todo ese fisgoneo, pero ahora no estoy tan segura.

—¿Por qué? —preguntó Maggie.

—No lo sé. A lo mejor me estoy volviendo un poco paranoica. A las viejas a veces nos pasa. En fin… ahora debemos bajar.

*****

El gran salón le pareció una maravilla, tanto en diseño como en mobiliario. El murmullo de voces de buena familia flotaba en el aire. Había ancianos sentados cuyas edades, por lo que Maggie veía, iban de los sesenta a los noventa, aunque Greta le susurró que una atractiva mujer con un traje de terciopelo negro, espalda recta y ojos vivaces acababa de cumplir noventa y cuatro.

—Es Letitia Bainbridge —murmuró Greta—. Hace seis años, cuando se instaló aquí, la gente le dijo que tenía que estar loca para pagar cuatrocientos mil dólares por un apartamento, pero ella replicó que, teniendo en cuenta los genes de su familia, era dinero bien gastado. Naturalmente, el tiempo ha demostrado que tenía razón. Estará con nosotras en la mesa; te prometo que te caerá bien.

»Verás que el personal sirve a los residentes sin preguntarles lo que quieren —continuó la señora Shipley—. El doctor permite a la mayoría tomar un vaso de vino o un cóctel. Los que no pueden, toman agua Perrier o alguna bebida sin alcohol.

Este lugar se ha planificado cuidadosamente, pensó Maggie. Ahora comprendo por qué Nuala había considerado seriamente vivir aquí. Recordó que el doctor Lane le había dicho que estaba seguro de que Nuala habría vuelto a presentar la solicitud.

Echó una mirada alrededor y vio que el doctor y su esposa se acercaban. Odile Lane llevaba un conjunto de blusa y falda larga de color aguamarina; Maggie lo había visto en la boutique donde había comprado sus cosas. Las otras veces que había visto a la señora Lane, la noche de la muerte de Nuala y en el funeral, no le había prestado mucha atención, pero ahora se daba cuenta de que era una mujer muy bella.

Después reconoció que el doctor Lane, aunque estaba un poco calvo y era un poco grueso, también era un hombre atractivo. Cuando se acercaron a Maggie, el médico le cogió la mano y se la llevó a los labios, deteniéndose justo antes de tocarla, al estilo europeo.

—Qué gran placer —dijo con un tono que rezumaba sinceridad—. Y me atrevería a decir que sólo en un día parece mucho más descansada. Evidentemente es usted una mujer muy fuerte.

—Ay, querido, ¿por qué siempre eres tan clínico? —Interrumpió Odile Lane—. Maggie, es un placer. ¿Qué te parece todo esto? —Le hizo un gesto señalando el elegante salón.

—Comparado con algunas de las residencias de las que he hecho fotos, es el paraíso.

—¿Por qué se le ocurrió fotografiar residencias de ancianos? —preguntó el doctor Lane.

—Fue un trabajo que me encargó una revista.

Si quiere «tirar unos carretes aquí» (se dice así, ¿no?), estoy seguro de que puedo arreglarlo —se of reció.

—Lo tendré en cuenta —respondió Maggie.

—Cuando nos enteramos de que venía, quisimos tenerla en nuestra mesa —dijo Odile, y suspiró—, pero la señora Shipley tenía otros planes. Me dijo que quería que se sentara con sus amigos en su mesa de siempre. —Agitó el dedo en dirección a Greta Shipley—. ¡Mala! ¡Mala! —trinó.

Maggie vio que los labios de la señora Shipley se tensaban.

—Maggie —interrumpió ésta bruscamente—, quiero presentarte a mis amigos.

Al cabo de unos minutos, una suave campanilla anunció que la cena estaba servida.

Greta Shipley se cogió del brazo de Maggie y fueron juntas por el pasillo hasta el comedor. Maggie no pudo evitar percibir un claro temblor en la anciana.

—Señora Shipley, ¿se encuentra bien?

—Sí, estoy bien, sencillamente estoy muy contenta de que estés aquí. Ahora comprendo por qué Nuala estaba tan feliz de haberte encontrado de nuevo.

En el comedor había diez mesas, cada una con ocho sillas.

—Ah, esta noche han puesto la porcelana de Limoges y los manteles de hilo —exclamó la señora Shipley con satisfacción—. Tienen otros servicios demasiado recargados para mi gusto.

Otra sala preciosa, pensó Maggie. Por lo que había leído sobre la mansión, la mesa original de banquetes era para sesenta comensales.

—Cuando se renovó y restauró la casa, imitaron las cortinas del comedor de la Casa Blanca —le explicó la señora Shipley mientras tomaban asiento—. Ahora te presentaré a tus compañeros de cena.

Maggie se sentó a la derecha de Greta Shipley. A continuación estaba Letitia Bainbridge, que abrió la conversación.

—Qué guapa eres. Greta me ha dicho que no estás casada. ¿Hay alguien especial en tu vida?

—No —respondió con una sonrisa, mientras sentía esa punzada tan conocida.

—Perfecto —exclamó la señora Bainbridge con decisión—, porque tengo un nieto que me gustaría presentarte. Cuando era adolescente me parecía un poco tonto. Pelo largo, guitarra y todo eso. ¡Dios mío! Pero ahora, con treinta y cinco años, tiene todo lo que se puede desear. Es el presidente de su propia compañía, no sé qué de ordenadores.

—Letitia la casamentera —dijo alguien riendo.

—Yo conozco al nieto. No vale nada —le susurró Greta a Maggie al oído. Después, con un tono normal le presentó a los demás, tres mujeres y dos hombres—. Me las arreglé para atrapar a los Buckley y a los Crenshaw para nuestra mesa —dijo—. Uno de los problemas de estos lugares es que tienden a ser feudos de mujeres, de modo que conseguir un poco de conversación masculina es una lucha.

Resultó un grupo interesante y animado, y Maggie no paró de preguntarse por qué Nuala había cambiado de idea tan bruscamente. Seguro que no fue porque pensara que yo necesitaba la casa, razonó. Sabía que papá me dejó un poco de dinero y que me gano bien la vida. Entonces ¿por qué?

Las historias de Letitia Bainbridge sobre su juventud en Newport eran de lo más divertidas.

—En aquella época había mucha anglomanía —dijo con un suspiro—. Todas las madres se morían de ganas de que sus hijas se casaran con nobles ingleses. Pobre Consuelo Vanderbilt, su madre la amenazó con suicidarse si no se casaba con el duque de Marlborough. Al final se casó, y lo aguantó veinticinco años. Después se divorciaron y se casó con un intelectual francés, Jacques Balsan, y fueron muy felices.

»Y también estaba ese espantoso Squire Moore. Todo el mundo sabía que venía del arroyo, pero cuando hablaba parecía descendiente directo del rey de Francia. A pesar de todo tenía cierto encanto, y al menos la pretensión de un título, así que se casó bien, por supuesto. Creo que no hay mucha diferencia entre un noble empobrecido que se casa con una heredera norteamericana y una descendiente empobrecida de los Mayflower que se casa con un millonario hecho a sí mismo. La diferencia es que el Dios de Squire era el dinero y hacía cualquier cosa por acumularlo. Desgraciadamente, esa misma característica ha aflorado en muchos de sus descendientes.

A los postres, Anna Pritchard, que se recuperaba de una operación de cadera, dijo:

—Greta, ¿a que no sabes a quién vi esta mañana cuando caminaba con la señora Lane? A Eleanor Chandler. Estaba con el doctor Lane. Sé que no me reconoció, claro, por eso no le dije nada. Pero estaba mirando tu apartamento. La criada acababa de limpiarlo.

—Eleanor Chandler —murmuró Letitia Bainbridge—. Fue al colegio con mi hija. Una persona de mucho carácter, si no me equivoco. ¿Está pensando venir a la residencia?

—No lo sé —dijo la señora Pritchard—, pero no se me ocurre ninguna otra razón para dar una vuelta por aquí, Greta, harías bien en cambiar las cerraduras. Si Eleanor quiere tu apartamento, hará lo imposible por arrebatártelo.

—Que lo intente —dijo Greta Shipley con una risotada.

*****

Cuando Maggie se marchaba, la señora Shipley insistió en acompañarla a la puerta.

—No se moleste —le pidió Maggie—. Sé que está muy cansada.

—Descuida. Mañana haré que me suban la comida y me tomaré un día de descanso.

—Entonces la llamaré, y que no me entere de que hace otra cosa. —Maggie besó la mejilla suave, casi transparente de la anciana—. Hasta mañana —le dijo.