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Earl Bateman tenía un pequeño apartamento en el campus de Hutchinson. La pequeña y liberal universidad de humanidades, situada en una zona tranquila de Providence, le parecía el sitio ideal para hacer el trabajo de investigación para las conferencias. Aunque otras instituciones de enseñanza superior de la región la eclipsaran, Hutchinson tenía un nivel excelente, y la clase de antropología de Earl estaba considerada una de las más interesantes del centro.

«Antropología: ciencia que se ocupa de los orígenes, el desarrollo físico y cultural, las características raciales, las costumbres sociales y las creencias de la humanidad». Earl empezaba cada nuevo curso haciendo memorizar esta definición a sus alumnos. Como le gustaba repetir, la diferencia entre él y sus colegas era que él creía que el auténtico conocimiento de un pueblo o una cultura empezaba por el estudio de sus ritos funerarios.

Era un tema que nunca dejaba de fascinar, ni a él ni a sus oyentes, como demostraba el hecho de que cada vez lo solicitaran más como conferenciante. De hecho, varios círculos nacionales de conferencias le habían ofrecido elevados honorarios para que disertara en almuerzos y cenas durante todo un año.

Estas cartas le resultaban de lo más gratificantes. «Por lo que sabemos, profesor, usted logra que el tema de la muerte se convierta en algo muy interesante», solían decir las cartas. También sus respuestas eran toda una recompensa. Sus honorarios por conferencia ascendían a tres mil dólares más gastos, y tenía más ofertas de las que podía aceptar.

Los miércoles, su última clase era a las dos, por lo que aquel día disponía del resto de la tarde para retocar su ponencia en un club de mujeres y atender su correspondencia. Había recibido una carta que lo intrigaba: un canal de televisión por cable le preguntaba si tenía suficiente material para hacer una serie de programas de media hora de duración sobre los aspectos culturales de la muerte. La remuneración quizá no fuera muy significativa, pero, como habían señalado, la participación en el medio podía ser altamente beneficiosa para él, como demostraba la experiencia.

¿Suficiente material?, pensó Earl sarcásticamente mientras ponía los pies sobre la mesilla de café. ¡Claro que tengo suficiente material! Máscaras de muertos, por ejemplo. Nunca he hablado de ese tema. Los egipcios y los romanos las hacían. Los florentinos empezaron a hacerlas a finales del siglo XIV. Poca gente sabe que hay una máscara del cadáver de George Washington, con el semblante calmo y noble en eterno reposo, sin rastros de esos espantosos dientes de madera que le estropearon tanto su imagen en vida.

El truco consistía en introducir un elemento de interés humano para que la gente de la que hablaba no fuera percibida como un objeto de interés macabro sino como un ser humano digno de comprensión.

El tema de la conferencia de esa noche lo había llevado a pensar en otras posibilidades de conferencias. Esa noche hablaría del atuendo de luto a través de los tiempos. Pero su investigación le había permitido comprobar que los libros de urbanidad eran una fuente muy rica de otro tipo de material.

Algunas de las máximas de Amy Vanderbilt de hacía cincuenta años consistían en amortiguar el sonido del timbre de la puerta para proteger a los deudos, y evitar palabras como «muerte», «muerto» y «asesinato» en las notas de condolencia.

¡El badajo! La gente de la época victoriana tenía tanto miedo de que la enterraran viva, que se hacía poner una campana sobre la tumba, atada a una cuerda que pasaba por un tubo y llegaba hasta el ataúd, para que el sepultado pudiera tocarla en caso de que no estuviera realmente muerto.

Pero no podía —¡no debía!— tocar otra vez ese tema.

Earl sabía que encontraría suficiente material para varios programas. Pensó que estaba a punto de hacerse famoso. Él, Earl, el hazmerreír de la familia, se lo demostraría a todos esos primos horteras y escandalosos, a esos descendientes malparidos de un ladrón avaro y demente que había engañado y estafado para hacerse rico.

El corazón se le aceleró. ¡No pienses en ellos!, se dijo. Concéntrate en la conferencia y en los temas para el programa de televisión por cable. También había otro tema sobre el que había cavilado y que sería extremadamente bien recibido…

Pero primero se tomaría una copa. Sólo una, se prometió mientras preparaba un martini seco en su cocina americana. Cuando tomó el primer sorbo pensó que antes de la muerte de alguna persona, alguien muy cercano al futuro difunto solía tener una premonición, una especie de inquietud o aviso de lo que sucedería. Volvió a sentarse, se quitó las gafas, se frotó los ojos y apoyó la cabeza sobre el sofá cama.

—Alguien muy cercano… como yo —dijo en voz alta—. En realidad no estoy tan cerca de Maggie Holloway, pero tengo la sensación de que no tiene a nadie muy íntimo. Quizá por eso sea yo el que tenga la premonición. Sé que Maggie va a morir muy pronto, igual que estaba seguro la semana pasada de que a Nuala le quedaban pocas horas de vida.

*****

Tres horas más tarde, ante el aplauso entusiasta del público, empezó la conferencia con una sonrisa amplia y en cierto modo incongruente.

—No nos gusta hablar del tema, pero todos vamos a morir. De vez en cuando se aplaza la fecha. Todos hemos oído alguna vez hablar de gente clínicamente muerta que vuelve a la vida, pero lo que han dicho los dioses y la profecía bíblica, «del polvo al polvo y de la ceniza a las cenizas», se cumple.

Se interrumpió con el público pendiente de sus palabras. El rostro de Maggie ocupó su mente: una mata de pelo oscuro que rodeaba un rostro de facciones delicadas y exquisitas, dominado por aquellos hermosos ojos azules llenos de dolor…

Al menos, se consoló, pronto dejaría de sufrir.