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Nuala Moore canturreaba mientras cortaba tomates sobre el mármol de su desordenada y alegre cocina con movimientos rápidos y seguros. El sol de la tarde estaba a punto de ponerse y un viento recio hacía vibrar el cristal de la ventana, sobre el fregadero. Casi sentía el frío que se filtraba por la pared mal aislada del fondo.

Aun así, sabía que la cocina era cálida y acogedora con el empapelado colonial rojo y blanco, el gastado linóleo rojo ladrillo y los estantes y armarios de pino. Cuando terminó con los tomates, cogió las cebollas. Una ensalada de tomate y cebolla aliñada con aceite y vinagre, y espolvoreada generosamente con orégano era el acompañamiento perfecto para una pata de cordero asada. Cuando era pequeña, era uno de sus platos favoritos. Quizá debía preguntárselo, pensó Nuala, pero quiero sorprenderla. Al menos sabía que Maggie no era vegetariana porque había pedido ternera la noche que cenaron juntas en Manhattan.

Las patatas ya hervían en la cacerola grande; cuando estuvieran hechas las escurriría pero no prepararía el puré hasta el último momento. Una bandeja de galletas estaba lista para hornear. Los guisantes y las zanahorias estaban preparados, listos para cocer al vapor antes de que se sentaran los invitados.

Nuala se asomó al comedor para dar un repaso. La mesa estaba puesta. Era lo primero que había hecho, por la mañana. Maggie se sentaría en la cabecera, frente a ella. Un gesto simbólico. Esa noche serían coanfitrionas, como madre e hija.

Se quedó un rato pensando, apoyada contra el marco de la puerta. Sería maravilloso tener alguien con quien compartir, al fin, la terrible preocupación que la embargaba. Esperaría un día o dos, y después diría: «Maggie, tengo que hablar contigo de algo importante. Tienes razón, estoy preocupada. A lo mejor estoy loca o sólo soy una vieja tonta y desconfiada, pero…».

Sería un alivio explicarle sus sospechas a Maggie, que ya de pequeña tenía una mente clara y analítica. «Finn-u-ala», solía empezar cuando quería hacerle una confidencia. Era su manera de decirme que tendríamos una conversación muy seria, recordó.

Tendría que haber esperado a mañana para hacer la fiesta, dejar que Maggie descansara un poco. Bueno… típico de mí: siempre actúo primero y pienso después.

Pero, tras haber hablado tanto de Maggie, quería que sus amigos la conocieran. Además, cuando los había invitado a cenar, pensaba que Maggie iba a llegar un día antes.

Pero el día anterior le telefoneó para decirle que había tenido un problema con un trabajo y que tardaría un día más de lo previsto. «El director artístico es un pesado y está desesperado por las fotos —le había explicado—, así que no puedo salir hasta mañana al mediodía. Pero llegaré a eso de las cuatro o cuatro y media».

Maggie había vuelto a llamarla a las cuatro.

—Nuala, traté de llamar antes pero comunicabas. Acabo de terminar. Ahora mismo salgo.

—Perfecto.

—Espero llegar antes que los invitados para tener tiempo de cambiarme.

—No te preocupes, conduce con cuidado que yo los entretendré con unos cócteles hasta que llegues.

—De acuerdo. Ahora mismo salgo.

Mientras pensaba en la conversación, sonrió. Habría sido espantoso que Maggie retrasara el viaje un día. Ahora debía de estar en Bridgeport, pensó, atascada con el tráfico de los que volvían del trabajo. Pero al menos está en camino. Dios mío, Maggie viene a verme.

Como no tenía nada más que hacer, decidió sentarse a ver las noticias de la tarde. Aún tendría tiempo para relajarse con un buen baño antes de que llegaran los invitados.

Estaba a punto de salir de la cocina cuando llamaron a la puerta trasera. Antes de que pudiera mirar por la ventana para ver quién era, alguien accionó el pomo de la puerta. Por un instante se sobresaltó, pero en cuanto se abrió la puerta y vió quien era, sonrió.

—Hola —dijo Nuala—, me alegro de verte, pero no te quedes mucho porque tienes que volver dentro de unas horas.

—No pienso quedarme mucho —dijo el visitante en voz baja.