Maggie pasó cerca de dos horas en los cementerios de Saint Mary y Trinity. En alguna de las zonas que quería fotografiar se estaban celebrando funerales, así que esperó a que se marcharan los deudos para sacar la cámara.
La maravillosa tibieza del día iba a contracorriente de su lúgubre búsqueda, pero aun así perseveró, volvió a visitar todas las tumbas en las que había estado con Greta Shipley y tomó fotos desde todos los ángulos.
El pálpito inicial era que había detectado algo extraño en la tumba de la señora Rhinelander, la última que había visitado. Por esa razón había invertido el orden que ella y la señora Shipley habían seguido el día anterior, y había empezado por la última y terminado en la de Nuala.
En su última parada, se acercó una niña de unos ocho o nueve años y se quedó mirándola fijamente.
Cuando Maggie terminó el carrete, se volvió hacia la pequeña.
—Hola, me llamo Maggie. ¿Y tú?
—Marianne. ¿Para qué sacas fotos?
—Bueno, soy fotógrafa y tengo que hacer un trabajo.
—¿Quieres hacer una foto de la tumba de mi abuelo? Está aquí al lado. Señaló a la izquierda, donde Maggie vio un grupo de mujeres junto a una lápida alta.
—No, creo que no. Por hoy ya he terminado, pero gracias de todos modos. Siento lo de tu abuelo.
—Hoy es el tercer aniversario de su muerte. Se volvió a casar a los ochenta y dos años. Mi mamá dice que esa mujer lo mató de agotamiento.
Maggie contuvo la risa.
—Bueno, a veces pasa.
—Mi papá dice que después de cincuenta años con la abuela, por lo menos se divirtió dos años. La señora con la que se casó, ahora tiene otro novio, y papá dice que a ése seguramente le quedan pocos años.
Maggie rió.
—Tu padre parece muy divertido.
—Sí. Bueno, tengo que irme. Mamá me está haciendo señas. Adiós.
Maggie pensó que era una conversación que Nuala habría disfrutado. ¿Qué estoy buscando?, se preguntó mientras miraba la tumba. Las flores que Greta había dejado empezaban a secarse, pero, por lo demás, la sepultura tenía el mismo aspecto que las demás. A pesar de todo, hizo un carrete más de fotos, sólo para asegurarse.
*****
La tarde pasó deprisa. Maggie condujo hasta el centro de Newport guiándose con un mapa que había desplegado en el asiento del pasajero. Como todos los fotógrafos profesionales, prefería revelar sus propios carretes, pero no tuvo más remedio que dejarlos en una tienda. Cuando le aseguraron que tendrían listas las fotos al día siguiente, fue al pub Brick Alley a tomar una hamburguesa y una cocacola. Después encontró una boutique en la calle Thames donde compró dos jerséis de cuello vuelto —uno blanco y otro negro—, dos faldas largas y un traje beige de chaqueta entallada y pantalón. Con estas prendas, combinadas con las que había traído, podía encarar cualquier compromiso que le surgiera en Newport durante los siguientes diez días. Además, le gustaban.
Newport es especial, pensó mientras conducía de regreso a casa de Nuala por Ocean Drive. A mi casa, se corrigió, asombrada aún por el hecho. Maggie sabía que Malcolm Norton había llegado a un acuerdo con Nuala para comprarle la casa. Dijo que quería hablar conmigo. Seguro que es por la casa. ¿Quiero venderla?, se preguntó. Anoche habría dicho «probablemente», pero ahora, en este momento, con este mar espléndido y esta pintoresca ciudad en una isla tan especial, no estoy segura. No; si tuviera que decidirlo ahora mismo, no la vendería.