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Douglas Hansen sonrió halagadoramente a Cora Gebhart, una septuagenaria cascarrabias, sentada al otro lado de la mesa, que disfrutaba de las almejas con ensalada tibia de endibias que había pedido.

Era una mujer conversadora, pensó él, no como otras a las que tenía que rodear de atenciones para poder sonsacarles alguna información. La señora Gebhart se abría a él como un girasol al sol, y Douglas sabía que cuando llegara el café ya habría ganado su confianza.

El sobrino favorito de cualquier persona, lo había llamado una de esas mujeres, y así quería que lo viesen: como un joven solícito y cariñoso de treinta años, que les brindaba las pequeñas cortesías que hacía años que no recibían.

Almuerzos íntimos, propicios para el cotilleo, en restaurantes buenos como ése, el Bouchard, o lugares como el Chart House, para comer una langosta con vistas panorámicas. Después de las comidas les regalaba una caja de bombones a las que pedían postres dulces, flores a las que le contaban viejas historias románticas, y a las viudas recientes que le confiaban con nostalgia que solían pasear diariamente con su difunto marido las cogía del brazo para caminar por Ocean Drive. Sabía cómo hacerlo.

Hansen respetaba la inteligencia de todas esas damas; algunas eran incluso sagaces. Las acciones que les ofrecía eran del tipo de las que hasta un inversor precavido habría reconocido que tenían posibilidades. De hecho, una de ellas había funcionado, lo que para él en un principio había sido un desastre, pero que al final había resultado una suerte. Porque ahora, para coronar su discurso, solía decir a la probable clienta que llamara a Alberta Downing, de Providence, para que confirmara la competencia de Hansen.

La señora Downing invirtió cien mil dólares y ganó trescientos mil en una semana, podía decirle a las futuras clientas. Era una afirmación honesta. El hecho de que la cotización hubiera sido inflada artificialmente en el último momento y que la señora Downing le hubiese ordenado que vendiera, contra los consejos de Hansen, en aquel momento le había parecido un desastre —había tenido que conseguir el dinero para pagarle los beneficios—, pero ahora al menos tenía una auténtica referencia de sangre azul.

Cora Gebhart terminó con delicadeza su plato.

—Excelente —comentó mientras bebía un sorbo de chardonnay.

Hansen había querido pedir una botella entera, pero ella le dijo categóricamente que una copa con la comida era su tope. Douglas dejó el cuchillo sobre el plato y colocó el tenedor al lado, cuidadosamente, con los dientes hacia abajo, al estilo europeo.

Cora Gebhart suspiró.

—Mi esposo siempre dejaba los cubiertos así. ¿Usted también se educó en Europa?

—Hice mi tercer año de universidad en la Sorbona —respondió Hansen con estudiada despreocupación.

—¡Qué maravilla! —exclamó la señora Gebhart, e inmediatamente empezó a hablarle en un impecable francés que Douglas trató desesperadamente de seguir.

Al cabo de unos minutos, levantó la mano sonriendo.

—Sé leer y escribir en francés, pero estuve en París hace once años, y me temo que para hablar estoy un poco oxidado. En anglais, s'il vous plait.

Rieron, pero Hansen sacó su antena. ¿La señora Gebhart lo estaba probando? Había hecho comentarios sobre lo b nita que era su chaqueta de tweed y lo elegante que iba, cosa inhabitual en estos tiempos en que los jóvenes, incluido su nieto, parecían recién llegados de una acampada. ¿Le estaba diciendo sutilmente que lo había calado desde el primer momento? ¿Que se daba cuenta de que no era un graduado de Williams ni de la Escuela de Negocios Wharton, como afirmaba?

Sabía que impresionaba con su pelo rubio, su figura esbelta, su apariencia aristocrática que le había ayudado a conseguir empleo en Merrill Lynch y en Solomon Brothers, aunque no había durado ni seis meses en ambas empresas.

Sin embargo, la frase siguiente lo tranquilizó.

—Creo que he sido una persona demasiado conservadora —se quejó—. Puse demasiado dinero en fondos de inversiones para que mis nietos pudieran comprarse más tejanos desteñidos, por eso no me ha quedado mucho dinero para mí. Me gustaría instalarme en una de esas residencias para personas mayores. Hace poco hice una visita a Latham Manor con la idea de trasladarme allí; pero tendría que coger uno de los apartamentos pequeños y estoy acostumbra da a tener más espacio. —Miró a Hansen directamente a los ojos—. Estoy pensando en invertir trescientos mil dólares en los valores que usted me recomiende.

Hansen trató de que la emoción no se le notara, pero le costó bastante. La suma que la mujer acababa de mencionar era considerablemente superior a la que él esperaba.

—Naturalmente, mi contable se opone, pero empiezo a pensar que es un carca. Se llama Robert Stephens. ¿Lo conoce? Vive en Portsmouth.

Hansen lo conocía de nombre; también se ocupaba de los impuestos de la señora Arlington, que había perdido una fortuna invirtiendo en una empresa de alta tecnología que él le había recomendado.

—Pero le pago para que me asesore en temas fiscales, no para que dirija mi vida —continuó la señora Gebhart—, así que voy a vender los bonos sin decírselo, y dejaré que usted me ayude a hacer un gran negocio. Muy bien, ahora que he tomado la decisión, quizá podría permitirme otra copa de vino.

Brindaron mientras el sol de media tarde derramaba una luz dorada sobre el restaurante.