26

Eleanor Robinson Chandler llegó a la Residencia Latham Manor a las diez y media, hora de su entrevista con el doctor Lane.

Éste recibió a su aristocrática huésped con el encanto y la amabilidad que lo convertían en el director y médico perfecto de aquel lugar. Conocía la historia de la señora Chandler de memoria. Era un apellido ilustre de Rhode Island. La abuela había sido una de las damas de la alta sociedad de Newport de la época dorada de la ciudad, alrededor de 1890. La presencia de la señora Chandler en la residencia sería un reclamo excelente y probablemente atraería a futuros huéspedes entre sus amistades.

Su situación económica, aunque impresionante, era ligeramente desilusionadora. Evidentemente le había dado mucho dinero a su extensa familia. Con setenta y seis años, había hecho su contribución para poblar la tierra: cuatro hijos, catorce nietos, siete bisnietos y sin duda muchos más en camino.

Sin embargo, teniendo en cuenta su apellido y su procedencia, Lane podía convencerla de que cogiera el apartamento de arriba, el que iba a ser para Nuala Moore. Obviamente estaba acostumbrada a lo mejor.

La señora Chandler iba vestida con un traje de punto beige y zapatos de tacón bajo. Las únicas joyas que llevaba eran un collar de perlas de una vuelta a juego con unos pendientes, una alianza de oro y un reloj también de oro, todo de exquisito gusto. Sus facciones clásicas, enmarcadas por una cabellera blanquísima, le conferían una expresión agradable y reservada. Lane comprendió que el entrevistado era él.

—No hace falta que le diga que ésta es sólo una entrevista preliminar —decía la señora Chandler—. Todavía no sé si estoy dispuesta a trasladarme a una residencia, por muy bonita que sea. Por lo que he visto hasta ahora, diría que la restauración de esta vieja mansión ha sido hecha con muy buen gusto.

Se agradece la aprobación de su alteza, pensó Lane sarcásticamente, y sonrió con amabilidad.

—Muchas gracias —dijo.

Si Odile hubiera estado presente, se habría deshecho en agradecimientos; diría que semejante cumplido, viniendo de la señora Chandler, significaba tanto para ellos… etcétera, etcétera.

—Mi hija mayor vive en Santa Fe y tiene muchas ganas de que me traslade a esa región —continuó la señora Chandler.

Pero usted no quiere, ¿no es así?, pensó Lane, y de pronto se sintió mucho mejor.

—Pero claro, supongo que después de haber vivido tantos años en Newport, debe de ser un poco duro un cambio tan grande —dijo comprensivo—. Muchos huéspedes van a visitar a sus familias una semana o dos, y después, cuando regresan, están muy contentos de volver a la tranquilidad y comodidad de Latham Manor.

—Sí, estoy segura —dijo la señora Chandler sin comprometerse—. Tengo entendido que tiene varias suites disponibles.

—En realidad, uno de nuestros mejores apartamentos acaba de quedar libre.

—¿Y quién lo ocupaba?

—La señora Constance van Sickle Rhinelander.

—Ah, Connie. Me dijeron que estaba muy enferma.

—Me temo que sí.

Lane no mencionó a Nuala Moore. Para explicar el esta do del cuarto que habían vaciado para convertirlo en taller de Nuala, diría que estaban redecorando la suite.

Subieron en ascensor al segundo piso y la señora Chandler se quedó unos minutos en la terraza que daba al océano.

—Es precioso —concedió—. Pero tengo entendido que esta suite cuesta quinientos mil dólares.

—Así es.

—Pues verá, no quiero gastar tanto. Me gustaría ver los otros apartamentos que tiene libres.

Va a regatear, pensó el doctor Lane reprimiendo el impulso de decirle que no se molestara. La regla de oro de Residencias Prestigio era: ni un solo descuento. Porque si se enteraban los que no lo habían tenido, se pondrían furiosos.

La señora Chandler rechazó los apartamentos más pequeños, los medianos y los de una sola habitación.

—No, no me interesa ninguno de éstos. Estamos perdiendo el tiempo. Se hallaban en el segundo piso. El doctor Lane se volvió y vio que Odile se dirigía hacia ellos, cogida del brazo de la señora Pritchard, que se recuperaba de una operación en el pie. Les sonrió pero, para alivio de su marido, no se detuvo. De vez en cuando hasta Odile sabe cuándo no hay que meterse, pensó.

La enfermera Markey estaba sentada al escritorio de la planta. Levantó la mirada con una brillante sonrisa profesional. Lane le tenía ganas. Esa mañana la señora Shipley le había dicho que pensaba ponerse un pestillo en la puerta de su apartamento para tener intimidad. «Para esa mujer, una puerta cerrada es todo un reto», le había soltado.

Pasaron por el estudio de la señora Shipley. Una criada acababa de limpiarlo y la puerta estaba abierta de par en par. La señora Chandler echó un vistazo y se detuvo.

—Ah, éste es precioso —dijo mientras examinaba la maravillosa sala de estar abohardillada con una chimenea renacentista.

—Pase —invitó el doctor Lane—. Estoy seguro de que a la señora Shipley no le molestará. Está en la peluquería.

—Sólo hasta aquí, si no me sentiré como una intrusa. —La señora Chandler observó el área de dormitorio y las grandiosas vistas al mar por los tres lados del estudio—. Me gusta más éste que la suite grande —dijo—. ¿Cuánto cuesta?

—Trescientos cincuenta mil.

—Muy bien. ¿Hay algún otro disponible por ese precio?

—De momento no —respondió Lane, y añadió—: ¿Pero por qué no rellena una solicitud? Sería un honor tenerla algún día como huésped. —Sonrió.