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Maggie no esperaba dormir bien, pero arropada bajo el edredón y con la cabeza hundida en las almohadas de pluma, no despertó hasta que el teléfono sonó a las nueve y media.

Por primera vez en días se sentía fresca y despejada, y se apresuró a contestar mientras notaba los rayos de sol que se filtraban por las rendijas de la persiana.

Era Greta Shipley.

—Maggie, quería agradecerte lo de ayer. Fue muy importante para mí —empezó casi con tono de disculpa—. Quiero proponerte algo, y por favor, si no estás segura de querer hacerlo dímelo sin ningún compromiso. Como mencionaste que recogerías el material de pintura que Nuala dejó aquí y… En fin, en la residencia podemos tener un invitado a cenar, así que si no tenías otros planes, a lo mejor esta noche te apetece cenar conmigo.

—No tengo ningún plan y me encantaría —dijo Maggie con sinceridad. En aquel momento le vino una especie de imagen mental: el cementerio, la tumba de la señora Rhinelander. ¿Era eso lo que le había llamado la atención el día anterior? Tenía que volver. Creía que era algo en la tumba de la señora Rhinelander, pero si se equivocaba, tenía que volver a todas las demás—. Señora Shipley, durante mi estancia en Newport me gustaría tomar algunas fotos para un trabajo que estoy haciendo. A lo mejor parece un poco macabro, pero Saint Mary y Trinity tienen una atmósfera tan tranquila, tan antigua, que me parecen perfectos para mi proyecto. Sé que algunas de las tumbas en las que ayer dejamos flores tienen unas vistas magníficas detrás. Me gustaría volver. ¿Puede decirme cuáles visitamos?

Esperaba que la excusa que se había inventado deprisa no sonara muy tonta. Pero es verdad que estoy haciendo un trabajo, pensó.

A Greta Shipley, sin embargo, la pregunta no le pareció rara.

—Sí, están en sitios muy bonitos —coincidió—. Te diré cuáles son. ¿Tienes papel y lápiz?

—Sí. —Nuala había dejado un pequeño bloc y un bolígrafo junto al teléfono.

Al cabo de tres minutos, Maggie no sólo había apuntado los nombres, sino también las indicaciones para llegar a cada sepultura. Ahora podría encontrarlas… pero ojalá supiera qué buscaba.

Después de colgar, Maggie se levantó de la cama, se desperezó y decidió que una ducha rápida la ayudaría a despertarse. Un baño caliente para dormir, y una ducha fría para despertar. Qué suerte no haber nacido hace cuatro siglos. Recordó una frase de un libro sobre la reina Isabel I: «La reina se baña una vez al mes, lo necesite o no».

El agua de la roseta de la ducha, un añadido a la maravillosa bañera con patas, salía con la fuerza necesaria para que resultara agradable y estimulante. Maggie, en albornoz y con el pelo húmedo envuelto en una toalla, bajó a prepararse un desayuno liviano que se llevó a su cuarto para tomárselo mientras se vestía.

Se arrepintió de haber traído sólo ropa informal para las vacaciones que pensaba pasar con Nuala, y se dijo que esa tarde debía ir a alguna boutique a comprar una o dos faldas y un par de blusas o jerséis. Sabía que a Latham Manor había que ir vestida formalmente; además, había aceptado cenar con Liam el viernes por la noche, y probablemente también significaría arreglarse. Todas las veces que había salido a cenar con él en Nueva York, habían ido a restaurantes bastante caros.

Levantó la persiana, abrió la ventana y sintió la brisa suave y tibia que confirmaba que, tras la humedad helada del día anterior, Newport tenía un tiempo perfecto de principios de otoño. Decidió que con ese día no hacía falta chaqueta de abrigo, así que escogió unos tejanos, una camiseta blanca, un jersey y unas zapatillas de deporte.

Cuando terminó de vestirse, se quedó un rato examinándose ante el espejo de la cómoda. En sus ojos ya no quedaban rastros de las lágrimas derramadas por Nuala. Volvían a estar claros. Azules. Azul zafiro. Así los había descrito Paul la noche en que se habían conocido, hacía siglos, en la boda de Kay Koehler, en la que ella hacía de dama de honor y él de caballero de honor.

En la cena de preparación de la ceremonia, en el club de campo Chevy Chase de Maryland, cerca de Washington, se habían sentado uno al lado del otro. Hablamos toda la noche, recordó Maggie. Y después de la boda, bailamos prácticamente todas las piezas. Cuando me rodeó con sus brazos, me sentí como si de pronto hubiera llegado a casa. Sólo tenía veintitrés años. Él asistía a la Academia de la Fuerza Aérea, y ella acababa de terminar un master en la Universidad de Nueva York. Todos decían que hacíamos una buena pareja. Un modelo de contrastes: Paul, rubio, con el pelo lacio y ojos azul celeste, con ese aspecto nórdico heredado de su abuela finlandesa. Yo, una celta morena.

Cinco años después de su muerte, Maggie aún llevaba el mismo peinado que le gustaba a Paul. El año anterior por fin se lo había cortado unos cinco centímetros y se había dejado una media melena que realzaba sus rizos naturales. Además, exigía menos cuidados, y para Maggie eso era importante. A Paul también le gustaba que usara muy poco maquillaje y un pintalabios suave. Ahora, al menos en ocasiones festivas, se maquillaba más sofisticadamente.

¿Por qué pienso ahora en todo esto?, se preguntó mientras se preparaba para salir. Pensó que era como si se lo contara a Nuala. Eran todas las cosas que le habían ocurrido desde que se había separado, cosas de las que quería hablar con ella. Nuala también había enviudado joven.

La habría comprendido.

Recogió la bandeja del desayuno y la llevó abajo, a la cocina, mientras suplicaba que Nuala usara su influencia con sus santos favoritos para que Maggie comprendiera por qué sentía esa necesidad de ir al cementerio.

Al cabo de tres minutos, después de comprobar que llevaba todo lo necesario en el bolso, cerró la puerta con dos vueltas de llave, sacó la Nikon y el equipo fotográfico del maletero del coche, y partió rumbo a Saint Mary y Trinity.