MIÉRCOLES 2 DE OCTUBRE

24

Neil Stephens, por lo general, podía dedicar toda su atención a las cambiantes fluctuaciones del mercado de valores. Sus clientes, tanto empresas como particulares, se fiaban de la certeza de sus predicciones y de su buen ojo para ver las tendencias. Pero desde hacía cinco días, desde la partida de Maggie, estaba distraído cuando tenía que estar atento, y, como consecuencia, innecesariamente duro con Trish, su secretaria.

Ésta, al fin, había mostrado su irritación poniéndolo en su lugar mientras levantaba la mano con un claro gesto de «basta».

—Hay una sola razón para que alguien como usted esté tan malhumorado. Al fin le interesa una persona, y parece que la dama en cuestión no es tan fácil. En fin, creo que debería decir: «Bienvenido al mundo real», pero la verdad es que lo siento, por lo tanto trataré de ser paciente con sus críticas superfluas.

Neil, tras una débil reacción del tipo «pero bueno, ¿quién manda aquí?», se retiró a su despacho e intentó una vez más recordar el apellido de la madrastra de Maggie.

La frustración que le producía la fastidiosa intuición de que algo iba mal le había hecho perder la paciencia, cosa impropia de él con dos viejos clientes, Lawrence y Frances van Hilleary, que habían estado en la oficina esa mañana.

Frances, con un traje Chanel que Neil sabía que era una de sus prendas favoritas, se sentó con elegancia en un sillón de cuero de la «zona de charla amistosa con los clientes» y le habló de un dato que le habían pasado en una cena sobre unas acciones de una empresa de pozos petrolíferos. Le brillaban los ojos mientras le daba los detalles.

—Es una compañía de Texas —le explicó con entusiasmo pero están mandando ingenieros de primera fila a China desde que ésta se ha abierto a Occidente.

¡China!, pensó Neil consternado. No obstante, se reclinó tratando de aparentar que escuchaba con amable deferencia la explicación, primero de Frances y después de Lawrence, de la futura estabilidad política de China, del interés que tenían allí por los problemas de polución, de los pozos de petróleo que esperaban que alguien los explotara, y, por supuesto, de las fortunas que se podían hacer.

Neil, tras un rápido cálculo mental, se dio cuenta asombrado de que estaban hablando de invertir las tres cuartas partes de sus bienes.

—Aquí está el folleto —concluyó Lawrence van Hilleary, y se lo entregó.

Neil cogió el folleto de papel satinado y vio que decía exactamente lo que esperaba. A pie de página, con letra demasiado pequeña, se advertía que sólo podían participar inversores con activos de al menos medio millón de dólares, excluidas sus viviendas.

—Muy bien —dijo aclarándose la garganta—. Mis queridos Frances y Lawrence, ustedes me pagan para que los asesore, y son mis dos clientes más generosos. Ya han legado una sustanciosa suma de dinero a sus hijos, nietos y organizaciones de beneficencia con acciones de la sociedad familiar, fondos de inversiones y cuentas de retiro individual. Creo firmemente que no deben dilapidar lo que les queda en castillos en el aire de este tipo. Es una inversión demasiado arriesgada, y me atrevería a decir que sacarán más petróleo limpiando el suelo del garaje que de esos supuestos pozos.

Yo, en toda conciencia, no podría ocupar me de una transacción de esa naturaleza, y les suplico que no tiren el dinero.

Hubo un momento de silencio, que rompió Frances.

—Querido, recuérdame que lleve el coche a una revisión por si pierde gasolina —dijo volviéndose hacia su marido.

En ese momento llamaron suavemente a la puerta y Trish entró con una bandeja de café.

—¿Todavía está tratando de venderle las mejores acciones del planeta, señor Van Hilleary?

—No, acaba de cerrarme el paso cuando estaba a punto de comprarlas, Trish. Ese café huele muy bien.

Después de discutir cuestiones relacionadas con las inversiones, los Van Hilleary sacaron un tema sobre el que estaban reflexionando.

—Los dos tenemos setenta y ocho años —dijo Lawrence mirando con cariño a su mujer—. Sé que nos conservamos bien, pero es indudable que no podemos hacer las mismas cosas que antes… Ninguno de nuestros hijos vive en la región. La casa de Greenwich es cara de mantener y, encima, nuestra vieja ama de llaves acaba de jubilarse. Estamos contemplando la posibilidad de buscar una residencia para personas mayores en Nueva Inglaterra. Todavía vamos a Florida en invierno, pero nos gustaría librarnos de todas las responsabilidades de la casa.

—¿En qué parte de Nueva Inglaterra?

—Quizá en Cape Cod, o en Newport. Nos gustaría estar en la costa.

—En ese caso, este fin de semana haré algunas averiguaciones para ustedes.

Les explicó brevemente que algunas mujeres de las que su padre había sido asesor fiscal, se habían instalado en la Residencia Latham Manor de Newport y estaban muy contentas.

Cuando se levantaron para marcharse, Frances van Hilleary besó a Neil en la mejilla.

—Te prometo que no buscaremos ni una gota de petróleo en China. Y avísanos lo que averigües de ese lugar de Newport.

—Por supuesto.

Mañana estaré en Newport, pensó Neil, y a lo mejor me encuentro de casualidad con Maggie. ¡Ni en sueños!, replicó una voz quejumbrosa en el fondo de su mente.

Y entonces tuvo la gran idea. Una noche en que Maggie y él cenaban en Neary, ésta habló con Jimmy Neary sobre el viaje a Newport. Le dijo el nombre de su madrastra y añadió que erauno de los nombres más grandiosos de la tradición celta. Seguro que Jimmy lo recordaba, se dijo.

Un Neil mucho más feliz se sentó a terminar el trabajo del día. Decidió que esa noche cenaría en Neary y después se iría a casa a preparar el equipaje. Al día siguiente partiría hacia el norte.

*****

Esa tarde, a las ocho, mientras Neil se acababa alegremente unas almejas salteadas con puré de patatas, se acercó Jimmy Neary. Neil, con los dedos cruzados mentalmente, le preguntó si se acordaba del nombre de la madrastra de Maggie.

—En, a ver… —dijo Jimmy—. Déjame pensar. Es un nombre muy tradicional. —Arrugó su cara de querubín—. Nieve… Siobhan… Maeve… Cloisa… no, no es ése. Es… es… ¡ya lo tengo!: Finnuala. Quiere decir «la justa» en gaélico. Y Maggie me dijo que la llamaban Nuala.

—Bueno, algo es algo. Te daría un beso, Jimmy —dijo Neil entusiasmado.

Una expresión de susto cruzó el rostro de Jimmy.

—¡No se te ocurra! —dijo.