Earl Bateman no tenía intenciones de volver a Newport el martes por la noche, pero mientras preparaba la conferencia que debía pronunciar el siguiente viernes, advirtió que necesitaba unas diapositivas que tenía en el museo de la Funeraria Bateman. Hacía diez años que habían separado la estrecha casa victoriana de su tatarabuelo y el jardín que la rodeaba de la casa principal.
Técnicamente, el museo era privado y no estaba abierto al público. Para visitarlo había que pedir permiso escrito y Earl acompañaba personalmente a los pocos visitantes. En respuesta a las bromas burlonas que le hacían sus primos cada vez que se hablaba del «Valle de la Muerte» —como llamaban a su pequeño museo—, la respuesta fría y carente de humor que daba era que todas las razas y culturas concedían gran importancia a los ritos mortuorios.
En el transcurso de los años había reunido una impresionante colección de materiales que tenían que ver con la muerte: diapositivas y películas; grabaciones de cantos fúnebres; poemas épicos griegos; pinturas y grabados, como el apoteósico cuadro de Lincoln llegando al cielo; reproducciones a escala del Taj Mahal y las pirámides; mausoleos nativos de madera con apliques de latón; piras funerarias indias; ataúdes actuales; réplicas de tambores; caracolas; sombrillas y espadas; estatuas de caballos sin jinete con estribos invertidos; ejemplos de atuendos de luto de todos los tiempos.
«La ropa de luto» era el tema de la conferencia que debía dar a un grupo de aficionados a la lectura que acababa de discutir una serie de libros sobre ritos mortuorios, y quería mostrarles unas diapositivas de los trajes del museo.
Las imágenes siempre ayudan a hacer más animada una conferencia, decidió mientras cruzaba el puente de Newport de la carretera 138. Hasta el año pasado, la última diapositiva era un fragmento de la Guía de etiqueta de Amy Vanderbilt, de 1952, en el que se explicaba que los zapatos de charol eran inapropiados para un funeral. Para acompañar el texto había puesto fotos de zapatos de charol: modelos de niño, de mujer de vestir, y abotinados de hombre, todo para crear un efecto extraño.
Pero ahora se le había ocurrido una nueva manera de terminar la conferencia. Me pregunto qué dirán las generaciones futuras cuando vean ilustraciones de viudas en minifalda roja y deudos en tejanos y cazadora de piel. ¿Considerarán esta ropa una costumbre social y cultural de profundo significado, del mismo modo que nosotros tratamos de interpretar el atuendo del pasado? Y si es así, ¿les gustaría tener la oportunidad de escuchar a escondidas algunas de estas interpretaciones?
Ese final le gustaba, suavizaría la inquieta reacción que siempre provocaba su explicación del hecho de que en la comunidad beerawan vestían al viudo o a la viuda con harapos, porque creían que el alma del muerto empezaba a vagar inmediatamente después de que la persona dejara de respirar y tal vez albergara cierta hostilidad hacia los vivos, incluso hacia aquellos que el difunto había amado. Probablemente los harapos eran un reflejo apropiado de dolor y profundo duelo.
Con ese pensamiento en mente, recogió las diapositivas en el museo. Percibía una tensión entre la difunta Nuala y la viva Maggie. Era hostilidad hacia Maggie y había que avisarle.
Sabía el número de Nuala de memoria, y lo marcó desde la oficina del museo débilmente iluminada. Estaba a punto de colgar cuando oyó que Maggie atendía agitada, pero colgó de todos modos.
La advertencia le parecería rara y no quería que pensara que estaba loco.
—No estoy loco —dijo en voz alta. Después rió—. Ni tampoco soy raro.