Al doctor William Lane no le hacía mucha gracia que Maggie Holloway le hubiera pedido una cita. Irritado por el parloteo de su mujer mientras comían y por los atrasos en rellenar el número creciente de formularios que el gobierno le exigía como director de Latham Manor, la perspectiva de perder otra media hora le resultaba sumamente fastidiosa. Se arrepentía de haber aceptado. ¿De qué tenía que hablar con él?
Nuala Moore no había firmado los papeles definitivos de ingreso en la residencia. Había rellenado todas las solicitudes, se había hecho el examen médico, y, cuando empezó a tener dudas, él mismo se había ocupado de que quitaran la moqueta y los muebles del dormitorio de la suite libre para demostrarle lo fácil que era acomodar los caballetes, los armarios y todo el material de pintura. Pero ella, después, había llamado para decir sencillamente que había decidido quedarse en su casa.
El doctor se preguntó por qué había cambiado de idea tan repentinamente. Era la candidata perfecta. Sin duda el cambio no se debía a que fantaseara con la idea de que su hijastra se fuera a vivir con ella.
«¡Ridículo!», murmuró Lane para sí mismo. Era improbable que esa joven atractiva y con una carrera brillante dejara todo para ir corriendo a Newport a instalarse con una mujer a la que no había visto en años. Lane imaginaba que Maggie Holloway, ahora que había heredado la casa, cuando viera todo el trabajo que requería y lo que costaba repararla, decidiría venderla. Pero mientras tanto iba a ir a la residencia a hacerle perder el tiempo, tiempo que necesitaba para poner presentable esa suite para enseñarla. La dirección de la Corporación de Residencias Prestigio le había dejado claro que no podía haber apartamentos vacíos.
Sin embargo, no podía quitarse de la cabeza un pensamiento inquietante: ¿había otra razón por la que Nuala se había echado atrás? Y si era así, ¿se la había confiado a la hijastra? ¿Qué podía ser? A lo mejor, después de todo, era provechoso que Maggie fuera a verlo.
Levantó la vista de los papeles mientras abrían la puerta de su despacho. Odile entró sin llamar, como siempre, una costumbre que lo sacaba de quicio y que, desgraciadamente, también tenía la enfermera Zelda Markey. Debía hacer algo al respecto. La señora Shipley se había quejado del hábito de la enfermera de entrar sin esperar a que le dieran permiso.
Odile, tal como él esperaba, ignoró su cara de enfado y empezó a hablar.
—William, creo que la señora Shipley no está muy bien. Como has visto, tuvo ese pequeño episodio después de la misa de ayer, y otro mareo anoche. ¿No tendríamos que mandarla a la enfermería para que la tuvieran en observación?
—Yo la controlaré —respondió Lane bruscamente—. Y recuerda que en esta familia el que tiene título de médico soy yo. Tú nunca terminaste los estudios de enfermería. —Se arrepintió inmediatamente de haberlo dicho, porque sabía lo que vendría a continuación.
—Ay, William, qué injusto eres —exclamó ella—. Para ser enfermera hay que tener vocación, y yo me di cuenta de que no la tenía. Quizá habría sido mejor para ti, y para los demás, que tú también hubieras tomado la misma decisión. —Le tembló el labio—. Y creo que deberías tener en cuenta que Residencias Prestigio te dio este trabajo gracias a mí.
Se miraron en silencio, y después, como siempre, Odile se arrepintió.
—Ay, William, no tengo derecho a decirte algo así. Sé cómo te dedicas a todos los residentes. Sólo quiero ayudarte y me preocupa que otro incidente eche a perder tu reputación.
Se acercó al escritorio y se inclinó sobre él. Le cogió la mano, se la acercó a la cara y se acarició la mejilla y el mentón.
Lane suspiró. Era una superficial; una «tontaina», como habría dicho su abuela, pero adorable. Hacía dieciocho años se había sentido un hombre afortunado por haber convencido a esa chica guapa, y más joven, de que se casara con él. Además, ella se ocupaba de él, y Lane sabía que los huéspedes estaban muy contentos de sus frecuentes y cariñosas visitas. A veces, tal vez, resultaba empalagosa, pero era sincera, y eso era lo importante para todos. A algunos residentes, como Greta Shipley, les parecía vacía e irritante, lo que para Lane demostraba la inteligencia de la señora Shipley; pero era indiscutible que en Latham Manor Odile era una baza a su favor.
Lane sabía lo que esperaban de él. Sin demostrar la resignación que lo embargaba, se puso de pie y abrazó a su mujer.
—Qué haría yo sin ti —murmuró.
Fue un alivio que la secretaria lo llamara por el intercomunicador.
—La señora Holloway está aquí —anunció.
—Será mejor que te marches, Odile —sugirió Lane, adelantándose a la inevitable propuesta de su esposa de quedarse y participar en la conversación.
Ella, por una vez, no discutió y salió por la puerta que daba al pasillo principal.