Cuando sonó el teléfono a las ocho de la mañana, Robert Stephens estiró la mano izquierda para cogerlo, mientras sostenía una taza de café con la derecha.
Sus «buenos días» fueron un poco secos, notó divertida la mujer con la que estaba casado hacía cuarenta y tres años. Dolores Stephens sabía que a su marido no le gustaba que lo llamaran demasiado temprano.
«Todo lo que se puede decir a las ocho puede esperar hasta las nueve», era su lema.
Generalmente estas llamadas procedían de los clientes de avanzaba edad de cuyos impuestos se ocupaba Robert. Hacía tres años que él y Dolores se habían instalado en Portsmouth para retirarse, pero Robert decidió, para no perder la práctica, seguir trabajando con unos pocos clientes escogidos. Al cabo de seis meses casi no daba abasto.
El tono de fastidio desapareció de su voz cuando dijo:
—Neil, ¿cómo estás?
—¡Neil! —Exclamó Dolores con súbita aprensión—. Ay, espero que no nos diga que no puede venir este fin de semana —murmuró.
El marido le hizo señas de que se callara.
—¿El marido? Fantástico, una maravilla… No, aún no he sacado la barca… ¿Puedes venir el jueves? Perfecto. Tu madre estará encantada. Me quiere quitar el teléfono. Ya sabes lo impaciente que es. Llamaré al club para reservar partida de golf a las dos.
Dolores cogió el teléfono y oyó la voz burlona de su único hijo.
—Esta mañana no estás muy impaciente que digamos —le dijo.
—Sí, lo sé, pero es que tengo tantas ganas de verte. Me alegra que puedas venir. Y te quedarás hasta el domingo, ¿no?
—Por supuesto. Bueno, me tengo que ir. Dile a papá que sus «buenos días» parecían más bien un «vete al cuerno». ¿Verdad que aún no se ha acabado su primer café?
—Así es. Hasta pronto, querido.
Los padres de Neil Stephens se miraron mutuamente. Dolores suspiró.
—Lo único que echo de menos de Nueva York son las visitas intempestivas de Neil —dijo.
El marido se levantó, fue a la cocina y volvió a llenarse la taza de café.
—¿Neil te dijo que atendía el teléfono como un cascarrabias?
—Algo así.
Robert Stephens sonrió a su pesar.
—Bueno, sé que no soy la alegría de la huerta de buena mañana, pero temía que me llamara Laura Arlington. Está muy preocupada y no para de llamarme. —Dolores esperó—. Hizo una inversión muy importante que no ha funcionado y ahora cree que la han engañado.
—¿Y tiene razón?
—Creo que sí. Le pasaron uno de esos supuestos datos seguros. El agente de bolsa la convenció de que invirtiera en una pequeña compañía de alta tecnología que Microsoft iba a absorber. Compró cien mil acciones a cinco dólares cada una, convencida de que obtendría unos espléndidos beneficios.
—¡Quinientos mil! ¿Y cuánto valen ahora?
—La bolsa acaba de suspender la cotización. Hasta ayer, si uno conseguía venderlas, valían ochenta céntimos cada acción. Laura no puede permitirse perder esa suma. Ojalá me hubiera consultado antes de hacerlo.
—¿No pensaba trasladarse a Latham Manor?
—Sí, con ese dinero iba a pagar el ingreso. Es casi lo único que tenía. Los hijos querían que se instalara allí, pero ese agente de bolsa la convenció de que si invertía no sólo podría vivir en Latham Manor, sino que también les iba a dejar una buena herencia a ellos.
—¿Y lo que hizo el agente es ilegal?
—Lamentablemente, creo que no. Quizá poco ético, pero no ilegal. De todas formas voy a hablar del asunto con Neil. Por eso me alegra especialmente que venga.
Robert Stephens se acercó al ventanal que daba a la bahía Narragansett. Era un hombre corpulento y atlético, como su hijo. A los sesenta y ocho años, tenía el pelo, otrora rubio oscuro, completamente blanco.
Las aguas de la bahía estaban tranquilas, casi tan serenas como las de un lago. La hierba del jardín del fondo, una colina suave que acababa en el agua, empezaba a perder su verde aterciopelado. Las copas de los arces ya exhibían hojas anaranjadas, cobrizas y burdeos.
—Qué maravilla, qué tranquilidad —dijo sacudiendo la cabeza—. Es increíble que a diez kilómetros de aquí hayan asesinado a una mujer en su propia casa.
Se volvió y miró a su mujer; seguía tan guapa como siempre, con el cabello plateado recogido en un moño y el cutis delicado y suave.
—Dolores —dijo con repentina severidad—, quiero que dejes la alarma encendida cada vez que yo salga.
—Te preocupas demasiado —respondió su mujer con una sonrisa.
En realidad no quería que su marido notara cuánto la había impresionado ese asesinato, ni que se enterara de que al leer la noticia en los periódicos había ido a comprobar las puertas y ninguna estaba cerrada con llave.