No, no había sido una pesadilla, había sucedido de verdad. Los acontecimientos de los últimos días, reales como la vida misma, pasaban con claridad por la mente de Maggie, de pie en la cocina de Nuala, en esa casa que ahora era suya.
A las tres, Liam la había ayudado a traer su equipaje de la habitación de invitados de los Woods. Lo había dejado en el descansillo de arriba de la escalera.
—¿Sabes en qué habitación te vas a instalar?
—No.
—Maggie, pareces a punto de desmayarte. ¿Estás segura de que quieres quedarte aquí? No me parece muy buena idea.
—Sí —le había respondido ella después de pensar un rato—, quiero quedarme.
Y ahora, mientras ponía la tetera sobre el fuego, Maggie pensaba agradecida que una de las mayores cualidades de Liam era que no discutía.
En lugar de seguir poniendo objeciones, se había limitado a decir:
—Entonces te dejo, pero espero que descanses un poco. No empieces a deshacer tu equipaje ni a ordenar las cosas de Nuala.
—No, hoy no.
—Te llamaré mañana.
Al llegar a la puerta, le apoyó la mano en el hombro, le dio un abrazo amistoso y se marchó.
Maggie, de pronto, se había sentido terriblemente cansada, como si poner un pie delante de otro le costara muchísimo. Cerró las puertas y subió por la escalera. Echó un vistazo a los cuartos y vio inmediatamente que el que Nuala le había preparado era el segundo en tamaño. Una habitación amueblada con sencillez: cama doble de arce, tocador con espejo, mesilla de noche, una mecedora, ningún objeto personal. Sobre el tocador había un antiguo juego de peine, cepillo, espejo y lima de uñas de mango esmaltado.
Arrastró sus bolsas hasta el cuarto, se quitó la camisa y el jersey, se puso su camisón favorito y se metió en la cama.
Ahora, después de una siesta de tres horas, y con la ayuda de una taza de té, al fin empezaba a sentir la cabeza despejada. Hasta se daba cuenta de la conmoción sufrida por la muerte de Nuala. La tristeza es otra historia, pensó. No se va nunca.
Se dio cuenta de que por primera vez en cuatro días tenía hambre. Abrió la nevera y vio que la habían llenado: huevos, leche, zumos, un pollo asado, pan y una olla de sopa casera. La señora Woods, se dijo.
Se preparó un bocadillo con un trozo de pollo sin piel y un poco de mayonesa.
Acababa de sentarse cómodamente a la mesa cuando oyó que llamaban a la puerta trasera. Se volvió rápidamente y se levantó de un brinco mientras alguien giraba el pomo de la puerta, con el cuerpo tenso, lista para reaccionar.
Suspiró aliviada cuando vio la cara de Earl Bateman al otro lado del cristal ovalado de la puerta.
El comisario Brower tenía la hipótesis de que un intruso había sorprendido a Nuala en la cocina. Esa idea y la imagen que evocó, pasaron por su mente mientras cruzaba deprisa la cocina.
Una parte de ella se preguntó si era correcto abrir la puerta, pero, más fastidiada que intranquila por su seguridad, hizo girar la llave y lo dejó entrar.
La imagen de profesor despistado que asociaba con Bateman, fue más evidente en aquel momento que en los tres días anteriores.
—Maggie, perdóname —le dijo—, pero me voy a Providence hasta el viernes, y, cuando subí al coche, se me ocurrió que a lo mejor no habías cerrado la puerta. Sé que Nuala tenía la costumbre de dejarla abierta. Hablé con Liam, me dijo que te había acompañado aquí y creía que te ibas a acostar. No era mi intención molestarte. Sólo quería echar un vistazo y cerrar la puerta en caso de que estuviera abierta. Lo siento, pero desde la parte de delante no había signos de que te hubieras despertado.
—Podías haber llamado.
Soy uno de esos que se siguen negando a tener teléfono en el coche. Lo siento. Nunca se me ha dado bien lo de boy scout. Y te he interrumpido la comida.
—No importa. Es sólo un bocadillo. ¿Quieres tomar algo?
—No, gracias, me voy. Maggie, sabiendo todo lo que Nuala sentía por ti, creo que imagino lo especial que era tu relación con ella.
—Sí, muy especial.
—¿Te puedo dar un pequeño consejo? Recuerda las palabras de Durkheim, un gran investigador en temas relacionados con la muerte. Escribió: «El dolor como la dicha se exalta y amplifica cuando salta de una mente a otra».
—¿Qué intentas decirme? —preguntó Maggie en voz baja.
—No es mi intención angustiarte. Lo que quiero decir es que intuyo que acostumbras a guardarte el dolor para ti. Y, en momentos como éste, es mejor abrirse. En fin, lo que quiero decir es que me gustaría ser tu amigo. —Abrió la puerta para marcharse—. Volveré el viernes por la tarde. Por favor, echa dos vueltas a la cerradura.
Maggie cerró con llave y se dejó caer en la silla. La cocina de pronto parecía aterradoramente silenciosa, y se dio cuenta de que temblaba. ¿Cómo podía Earl Bateman pensar que ella le agradecería que apareciera sin avisar y tratara de entrar en la cocina subrepticiamente?
Se puso de pie, cruzó rápidamente el comedor hasta la sala a oscuras. Se arrodilló delante de la ventana y espió por debajo de la persiana.
Vio a Bateman dirigirse a la calle por el sendero.
Abrió la puerta del coche, se volvió y se quedó mirando la casa. Maggie tuvo la sensación de que aunque estuviera oculta en la oscuridad, Earl Bateman sabía, o al menos percibía, que ella lo estaba mirando.
La farola al final del sendero derramaba un cono de luz cerca de él, Bateman se puso debajo de la luz y saludó agitando la mano. No me ve, pero sabe que estoy aquí, pensó ella.