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Cuando Greta Shipley todavía era relativamente joven, sesenta y ocho años, la invitaron a una recepción en la recién restaurada mansión Latham, que había pasado a llamarse Residencia Latham Manor. Acababan de inaugurarla como residencia de ancianos y aceptaban solicitudes de ingreso.

Le gustó todo lo que vio en el lugar. La majestuosa planta baja de la casa tenía un salón de lujo y un comedor de mármol y cristal, en el que la enorme mesa de banquete que recordaba de su juventud había sido reemplazada por mesas más pequeñas. La maravillosa biblioteca con sus mullidos sillones de cuero y una alegre chimenea era de lo más acogedora, y una habitación más pequeña, acondicionada como sala de televisión, sugería noches en compañía viendo algún programa.

A Greta también le gustaron las normas. Las relaciones sociales empezarían a las cinco de la tarde en el gran salón, y cena a las seis. Además, le pareció bien que hubiera que vestir de etiqueta para la noche, como si cenara en un club de campo. Greta se había criado con una abuela severa capaz de asesinar con la mirada al desdichado que no llevara la ropa adecuada. Los residentes que por alguna razón no pudieran vestirse adecuadamente, cenarían en sus habitaciones.

También había una enfermería, en un ala apartada, para los residentes que necesitaran cuidados médicos especiales.

Las tarifas de admisión, naturalmente, eran muy altas: desde doscientos mil dólares por una habitación privada grande con baño, a quinientos mil por una suite de dos habitaciones, de las que había sólo cuatro en la mansión. Mientras el residente viviera, éste gozaba de uso completo y exclusivo de su apartamento. Tras su muerte, la propiedad volvía a la residencia, que la reacondicionaba para vendérsela al siguiente postulante. Los huéspedes también tenían que pagar una cuota mensual de manutención de dos mil dólares, que, desde luego, la Seguridad Social cubría en parte.

Los residentes podían decorar las habitaciones con sus propios muebles, siempre con el visto bueno de la dirección. Los apartamentos y estudios eran exquisitamente cómodos y de un gusto impecable.

Greta, que hacía poco que había enviudado y le inquietaba vivir sola, había vendido de buen grado su casa de Ochre Point para trasladarse a Latham Manor. Pensaba que había sido una buena decisión. Como era una de las primeras residentes, tenía un estudio de primera calidad, grande, con una sala de estar en la que cabían sus tesoros más queridos. Pero lo mejor era que cuando cerraba la puerta, tenía la sensación de seguridad de no pasar la noche sola. Siempre había un guardia en las instalaciones, y un timbre para pedir ayuda si era necesario.

Greta disfrutaba de la compañía de la mayoría de los huéspedes, y evitaba a los que la ponían nerviosa. También seguía viendo a su vieja amiga Nuala Moore; a menudo salían a comer juntas, y, a petición de Greta, Nuala había accedido a dar clases de pintura en la residencia dos veces por semana.

Tras la muerte de Timothy Moore, Greta había empezado una campaña para que Nuala se trasladase a la residencia. Pero como ésta ponía reparos, decía que sola estaba bien e insistía en que no podía vivir sin su taller, Greta le pidió que al menos presentara la solicitud, así, si quedaba libre alguna suite de dos habitaciones, siempre podría cambiar de idea. Nuala al fin había accedido y reconoció que su abogado la animaba a hacer lo mismo.

Pero ahora nunca se trasladaría, pensó Greta con tristeza, sentada en el sillón delante de la bandeja de comida prácticamente intacta.

Todavía estaba bastante trastornada por el leve mareo sufrido ese día en el funeral. Hasta esa mañana se había sentido perfectamente. Si se hubiera tomado el tiempo necesario para desayunar bien, quizá no le habría pasado, razonó.

Ahora no podía permitirse estar enferma, quería mantenerse lo más activa posible. La vida le había enseñado que mantenerse ocupada era la única manera de superar el dolor. También sabía que no sería fácil porque echaría mucho de menos la alegre presencia de Nuala.

La tranquilizaba saber que Maggie Holloway, la hijastra de Nuala, la visitaría. El día anterior, durante el velatorio, Maggie se había presentado sola. «Señora Shipley, espero que me permita visitarla. Sé que era la mejor amiga de Nuala, y quiero que también sea amiga mía».

Llamaron a la puerta.

A Greta le gustaba que, a menos de que hubiera razones para recelar de algo, el personal de la casa tenía instrucciones de llamar siempre antes de entrar a las habitaciones de los huéspedes. La enfermera Markey, sin embargo, parecía no comprenderlo. Que la puerta no estuviera cerrada con llave no significaba que tenía libertad de presentarse en cualquier momento. A algunos, al parecer, les gustaban las enfermeras entrometidas, pero a Greta no.

Como era de prever, antes de que Greta respondiera a la llamada, la enfermera Markey entró con una sonrisa profesional impresa en sus pronunciadas facciones.

—¿Qué tal estamos, señora Shipley? —preguntó mientras se inclinaba a su lado con la cara demasiado cerca de la anciana.

—Estoy bastante bien, gracias, señorita Markey. Espero que usted también.

Ese solícito «estamos» siempre irritaba a Greta. Se lo había mencionado varias veces, pero era evidente que la mujer no tenía intenciones de cambiar, así que para qué molestarse, se dijo Greta. De pronto se dio cuenta de que el corazón le había empezado a palpitar.

—Me han dicho que tuvo un mareo en la iglesia…

Greta se llevó la mano al corazón como para detener las desenfrenadas palpitaciones.

—Señora Shipley, ¿qué le pasa? ¿Se encuentra bien?

Greta sintió que le cogía la muñeca.

La taquicardia desapareció tan repentinamente como había comenzado.

Necesito un momento y me pondré bien —logró decir—. Por un instante sentí que me faltaba un poco el aire, eso es todo.

—Reclínese y cierre los ojos. Voy a llamar el doctor Lane. —La cara de la enfermera estaba casi pegada a la suya.

Greta se apartó instintivamente.

Al cabo de diez minutos, Greta, incorporada en la cama con varias almohadas, trataba de tranquilizar al doctor diciéndole que había tenido un pequeño mareo que se le había pasado completamente. Pero más tarde, mientras se quedaba dormida con la ayuda de un sedante suave, no pudo escapar al escalofriante recuerdo de la muerte de Constance Rhinelander, dos semanas atrás, que después de pasar un momento a verla había fallecido inesperadamente de un ataque al corazón.

Primero Constance, pensó, después Nuala. El ama de llaves de su abuela solía decir que las muertes llegaban de a tres. Por favor, que no sea yo la tercera, rogó mientras se quedaba dormida.