11

—No, gracias —dijo Maggie mientras se masajeaba las sienes. Se dio cuenta vagamente de que no había probado bocado desde el mediodía, hacía diez horas, pero la sola idea de comer le cerraba la garganta.

—¿Ni siquiera una taza de té, Maggie?

Levantó la mirada y vio la cara amable y bondadosa de Irma Woods, la vecina de al lado. Era más fácil aceptar que seguir rechazando la oferta. Y, para su sorpresa, la taza le calentó los dedos y el té caliente le resultó agradable.

Estaban en la sala de la familia Woods, una casa más grande que la de Nuala. Había fotos de la familia sobre las mesas y la repisa de la chimenea: hijos y nietos, supuso. Los Woods parecían coetáneos de Nuala.

A pesar de la tensión y la confusión, observó perfectamente al resto de invitados a la cena. Ahí estaba el doctor William Lane, director de Latham Manor, que, por lo que sabía, era una residencia de ancianos. Un hombre calvo y corpulento de más de cincuenta años que le dio el pésame con tono tranquilizador. También le había ofrecido un sedante suave, que Maggie rechazó. Sabía que hasta el sedante más suave podía hacerla dormir durante días.

Maggie observó que cada vez que la esposa del doctor Lane —Odile, una mujer guapa— decía algo, movía las manos. «Nuala iba a visitar a su amiga Greta Shipley casi todos los días», le había explicado con un aleteo de los dedos, como si llamara a alguien. Después sacudió la cabeza y entrelazó los dedos como si rezara. «Greta se va a quedar destrozada. Completamente destrozada», repitió.

Odile ya había hecho el mismo comentario varias veces; Maggie no quería que lo repitiera más. Pero esa vez le añadió: «Y todos los residentes que iban a su clase de pintura la van a echar mucho de menos, se divertían tanto… Ay, Dios mío, no me había dado cuenta hasta ahora».

Típico de Nuala, pensó Maggie, compartir su talento con los demás. El vívido recuerdo de Nuala dándole su propia paleta acudió a su memoria. «Te enseñaré a pintar cosas bonitas», le había dicho Nuala. Pero no pudo ser porque yo era muy mala pintando, pensó Maggie. Y el arte no se convirtió en algo real para mí hasta que puso un trozo de arcilla en mis manos por primera vez.

Malcolm Norton, que se había presentado a sí mismo como el abogado de Nuala, estaba de pie junto a la chimenea. Era un hombre apuesto, pero con una pose forzada. Había en él algo superficial, casi artificial, pensó Maggie. Algo en su expresión de dolor y en su comentario: «Ade más de su abogado, era su amigo y confidente», indicaba que se creía el único merecedor del pésame.

¿Pero por qué van a pensar que soy yo quien lo merezco?, se preguntó a sí misma. Todos saben que hacía más de veinte años que no veía a Nuala.

La mujer de Norton, Janice, estuvo hablando casi todo el tiempo con el doctor. Era una mujer de tipo atlético que, de no ser por ese rictus en la comisura de la boca que le daba una expresión dura, casi amargada, habría sido atractiva.

Al pensar en ello, Maggie se extrañó de la forma en que su mente manejaba la conmoción provocada por la muerte de Nuala. Por un lado, le dolía terriblemente; y por el otro, observaba a esa gente como a través del visor de una cámara.

Liam y su primo Earl estaban sentados uno al lado del otro junto a la chimenea. Liam, al llegar, le había apoyado una mano consoladora en el hombro. «Maggie, todo esto debe ser horrible para ti», le dijo, pero en aquel momento pareció comprender que ella necesitaba espacio físico y mental para asimilarlo por sí sola, y no se sentó junto a ella en el confidente.

El confidente, pensó Maggie. Habían encontrado el cuerpo de Nuala detrás de ese sillón.

Earl Bateman estaba inclinado con las manos entrelazadas, sumido en sus pensamientos. Maggie lo había visto sólo la noche de la reunión de los Moore, pero recordaba que era antropólogo y se especializaba en ritos funerarios.

¿Le había dicho Nuala a alguien qué tipo de funeral quería?, se preguntó. Quizá Malcolm Norton, el abogado, lo sabía.

Cuando sonó el timbre todos levantaron la vista. El comisario Brower entró en la habitación.

—Siento haberlos hecho esperar —dijo—. Mis hombres les tomarán declaración, así podrán irse lo antes posible. Pero antes quisiera hacerles algunas preguntas en grupo. Señor y señora Woods, me gustaría que estuvieran presentes.

Las preguntas eran de carácter general, cosas como: «¿Tenía la costumbre la señora Moore de dejar la puerta de detrás abierta?».

Los Woods le dijeron que siempre la dejaba abierta, que incluso bromeaba de que así, cuando no sabía dónde dejaba la llave, siempre podía entrar por detrás.

Preguntó si últimamente parecía preocupada. Todos respondieron unánimemente que estaba muy animada y feliz esperando la visita de Maggie.

Maggie sintió lágrimas en los ojos. Y en ese momento tuvo la certeza de que Nuala estaba preocupada.

—Mis hombres los demorarán sólo unos minutos y luego podrán irse —dijo Woods. Entonces Irma Woods tomó la palabra tímidamente.

—Hay una cosa que he de explicar. Nuala vino a verme ayer. Había redactado un nuevo testamento y quería que fuéramos testigos. También nos pidió que llamáramos al señor Martin, un notario, para que diera fe del documento. Parecía un poco preocupada. Nos dijo que sabía que al señor Norton le decepcionaría que ella no le vendiese la casa. —Irma miró a Maggie—. En el testamento pide que visites o llames por teléfono a Greta Shipley, a Latham Manor, lo más a menudo que puedas. Te ha dejado la casa y todos sus bienes a ti, salvo unos pocos legados a obras de caridad.