Detesto las fiestas, pensó Maggie irónicamente mientras se preguntaba por qué siempre se sentía como una extraterrestre cuando iba a algún cóctel. En realidad soy demasiado dura. La verdad es que detesto las fiestas en las que sólo conozco al hombre al que se supone que acompaño y que me abandona en cuanto pasamos por la puerta.
Dirigió una mirada al amplio salón y suspiró. Cuando Liam Moore Payne la había invitado a esa reunión del clan Moore, Maggie tendría que haber supuesto que él iba a estar más interesado en sus primos que en ocuparse de ella. Liam, un hombre con el que salía ocasionalmente, cuando iba de Boston a la ciudad, por lo general muy atento, esa noche demostraba una fe ilimitada en que ella se las arreglara sola. Bueno, razonó, era una fiesta grande; seguramente encontraría alguien con quien hablar.
Lo había acompañado a la fiesta por lo que él le había contado sobre los Moore, recordó mientras bebía un sorbo de vino blanco y se abría paso hacia el salón del restaurante Four Seasons de la calle 5 Este de Manhattan. El patriarca fundador de la familia, o al menos el fundador de la riqueza original de la familia, había sido el difunto Squire Desmond Moore, elemento permanente de la sociedad de Newport de otra época. El motivo de la fiesta de esa noche era el 115 aniversario del gran hombre. Habían decidido reunirse en Nueva York en lugar de Newport, por pura comodidad.
Liam, al entrar en detalles divertidos sobre muchos miembros del clan, le había explicado que estarían presentes más de cien descendientes, directos y colaterales, así como algunos ex favoritos. Le había contado anécdotas de aquel inmigrante quinceañero procedente de Dingle que no se consideraba uno más de esa masa que se aglutinaba ansiosa de libertad, sino, más bien, uno más de esa masa de pobres que ansiaban ser ricos. La leyenda afirmaba que mientras el barco pasaba delante de la estatua de la Libertad, Squire anunció a sus compañeros de viaje, los pasajeros de tercera clase: «Muy pronto voy a ser suficientemente rico para comprar esa vieja estatua. En caso de que el gobierno decida venderla, claro». Liam había imitado la declaración de su antepasado con un acento irlandés maravilloso.
Sin duda había Moore de todas las formas y tamaños, pensó Maggie mientras miraba alrededor. Observó a dos octogenarios conversar animadamente, y frunció las cejas tratando de encuadrar mentalmente la cámara que ojalá hubiera traído. El pelo plateado del hombre, la sonrisa coqueta de la anciana, el placer que obviamente les producía la mutua compañía… hubiera sido una foto maravillosa.
—El Four Seasons no volverá a ser el mismo una vez los Moore hayan acabado con el lugar —dijo Liam, que apareció de repente a su lado—. ¿Te diviertes? —preguntó, pero sin esperar respuesta le presentó otro primo. Earl Bateman, que, como Maggie notó divertida, se demoró estudiándola con evidente interés.
Maggie estimó que tenía poco menos de cuarenta años, como Liam. Era media cabeza más bajo que su primo, o sea, medía menos de un metro ochenta. Rezumaba cierto aire intelectual: cara delgada y expresión pensativa —aunque unos oios azul claro proyectaban una sombra vagamente desconcertante—, cabello rubio oscuro y tez cetrina. No era apuesto y varonil como Liam, cuyos ojos eran más verdes y tenía el pelo oscuro con atractivas hebras grises.
Maggie esperó mientras el primo seguía mirándola.
—Disculpa, no soy muy bueno para los nombres. Estoy tratando de ubicarte. Eres del clan, ¿no?
—No. Tengo raíces irlandesas que se remontan a tres o cuatro generaciones, pero me temo que ninguna relación con este clan. De todos modos, no parece que necesitéis más parientes.
—En eso tienes razón. Lo malo es que la mayoría no sea tan atractiva como tú. Esos ojos azules, la piel blanca como el mármol y los huesos delicados te convierten en una auténtica celta. El pelo casi negro te coloca en el segmento de los «irlandeses morenos» de la familia, los que deben parte de su herencia genética a la breve pero significativa visita de los sobrevivientes de la Armada Invencible española.
—¡Liam! ¡Earl! Vaya, por el amor de Dios, me alegro de haber podido venir.
Los dos hombres, olvidándose de Meg, se volvieron para saludar con entusiasmo a un hombre rubicundo que se acercaba a ellos.
Maggie se encogió de hombros. Que les vaya bien, pensó mientras se retiraba a un rincón. Entonces recordó un artículo que había leído hacía poco y que recomendaba a la gente que se sentía aislada en acontecimientos sociales que buscara a alguien que pareciera más desesperado aún y entablara conversación.
Rió entre dientes y decidió darle una oportunidad al artículo; si al final terminaba hablando consigo misma se escabulliría y se iría a casa. En aquel momento, la perspectiva de su agradable apartamento en la calle 56, cerca de East River, era muy tentadora. Sabía que aquella noche tendría que haberse quedado en casa. Había vuelto hacía poco de una sesión fotográfica en Milán y anhelaba una noche tranquila con los pies levantados.
Echó un vistazo alrededor. Al parecer no había ningún descendiente de Squire Moore ni pariente político que no luchase para que lo escucharan.
Cuenta atrás hacia la salida, decidió. Entonces oyó una voz cerca, una voz melódica y familiar que evocaba recuerdos agradables. Se volvió. La voz pertenecía a una mujer que subía por la pequeña escalera que daba a la terraza del restaurante y se había detenido para llamar a alguien que estaba debajo. Maggie se quedó boquiabierta. ¡Qué locura!
¿Era posible que fuera Nuala? Hacía tanto tiempo… Y sin embargo tenía la misma voz de la mujer que había sido su madrastra desde los cinco hasta los diez años. Tras el divorcio, su padre le había prohibido incluso mencionar el nombre de Nuala.
Maggie vio a Liam pasar a su lado para ir a saludar a otro pariente, y lo cogió del brazo.
—Liam, ¿conoces a esa mujer de la escalera?
Él entrecerró los ojos.
—Ah, es Nuala. Es la viuda de mi tío. Supongo que es mi tía, pero como era su segunda mujer nunca la consideré así. Es todo un personaje y muy divertida. ¿Por qué?
Maggie no esperó a responder y empezó a abrirse paso entre los grupos de Moore. Cuando llegó a la escalera, Nuala estaba charlando en la terraza. Maggie empezó a subir, pero antes de llegar arriba se detuvo a estudiarla.
Cuando Nuala se había marchado intempestivamente Maggie rezó para que le escribiera. Pero nunca lo hizo, y ese silencio había sido especialmente doloroso. Durante los cinco años que había durado el matrimonio Maggie había estado muy cerca de Nuala. Su madre había muerto en un accidente de coche cuando ella era un bebé. Después de la muerte de su padre, Maggie se enteró por un amigo de la familia que aquél había destruido todas las cartas y devuelto los regalos que Nuala le había estado enviando.
Maggie se quedó mirando la diminuta figura de vivaces ojos azules y cabello sedoso, color miel. Vio la red de arrugas que no desmerecían ni un poco su maravilloso cutis. Y mientras la observaba, los recuerdos afluyeron a su corazón. Recuerdos de su infancia, quizá los más felices.
Nuala, que siempre se ponía de su parte en las discusiones, le protestaba a su padre: «Owen, por el amor de Dios, es sólo una niña. Deja de corregirla a cada momento». Así era Nuala, la que siempre decía: «Owen, todos los niños de su edad van en tejanos y camiseta». «Owen, ¿y qué si ha gastado tres carretes? Le encanta hacer fotos, y es buena». «Owen, no está jugando con barro. ¿No te das cuenta de que trata de modelar algo con arcilla? Por el amor de Dios, aunque no te gusten mis pinturas, ¿por qué no reconoces que tu hija es muy creativa?».
Nuala… siempre tan bonita, siempre tan divertida, siempre tan paciente con las preguntas de Maggie. Gracias a ella había aprendido a amar y comprender el arte.
Nuala, muy propio en ella, iba vestida con un traje de cóctel azul celeste a juego con unos zapatos de tacón. Los recuerdos que Maggie tenía de ella estaban teñidos de tono pastel.
Nuala se había casado con su padre a los cuarenta y tantos años, pensó Maggie tratando de calcular su edad. Habían estado cinco años juntos, y lo había dejado hacía veintidós.
Se asombró al darse cuenta de que debía de tener alrededor de setenta y cinco. Indudablemente no los aparentaba.
Las miradas de ambas se encontraron. Nuala frunció el entrecejo, intrigada.
Ella le había contado que su nombre verdadero era Finnuala, por el legendario celta Finn MacCool que había acabado con un gigante. Maggie recordó que de pequeña le encantaba tratar de pronunciar Finn-u-ala.
—¿Finn-u-ala? —dijo con voz insegura.
Una expresión de sorpresa cruzó el rostro de la anciana, un grito de alegría silenció el murmullo de las conversaciones, y Maggie volvió a hallarse otra vez entre aquellos cariñosos brazos. Nuala llevaba el delicado perfume que se había quedado grabado en el olfato de Maggie todos esos años. A los dieciocho, había descubierto que se trataba de Joy. Joy dicha, qué nombre tan apropiado para esta noche, pensó.
—¡Deja que te mire! —exclamó mientras daba un paso atrás sin soltarla, como si temiera que Maggie se alejara—. Pensaba que no volvería a verte. ¡Ay, Maggie! ¿Cómo está tu padre, ese espanto de hombre?
—Murió hace tres años.
—Lo lamento, querida, pero era un hombre imposible, de eso no hay duda.
—Nunca fue fácil —admitió Maggie.
—Lo sé, querida, ¿has olvidado que estuve casada con él? ¡Sé muy bien cómo era! Siempre tan mojigato, severo, ácido, petulante, rezongón. Bueno, no sirve de nada seguir. El pobre está muerto y que descanse en paz. Pero era tan chapado a la antigua, tan duro… Vaya, podría haber posado para un vitral medieval.
Nuala, que de repente se dio cuenta de que todos estaban escuchando, cogió a Maggie por la cintura y anunció:
—¡Ésta es mi hija! No la he parido, por supuesto, pero eso carece de importancia.
Maggie advirtió que Nuala contenía las lágrimas.
Ansiosas las dos por hablar y escapar del bullicio del restaurante repleto, se escabulleron juntas. Maggie no encontró a Liam para despedirse, pero estaba segura de que no la echaría en falta.
*****
Maggie y Nuala subieron cogidas del brazo por Park Avenue, en medio de la luz crepuscular de septiembre, giraron por la calle Cincuenta y seis y se instalaron en Il Tinello. Frente a una botella de Chianti y unos calabacines gratinados, se pusieron al día con sus respectivas vidas.
Para Maggie fue sencillo.
—Cuando te marchaste, me mandaron a un internado. Después fui a Carnegie-Mellon, y por último hice un master en artes visuales en la Universidad de Nueva York. Me gano bien la vida como fotógrafa.
—Es maravilloso. Siempre pensé que te dedicarías a eso o a la escultura.
—Tienes buena memoria —sonrió Maggie—. Me encanta esculpir, pero sólo como pasatiempo. Ser fotógrafa es mucho más práctico, y, con toda franqueza, creo que soy bastante buena. Tengo algunos clientes excelentes. Ahora cuéntame de ti, Nuala.
—Primero terminemos contigo —repuso la anciana—. Vives en Nueva York, tienes un trabajo que te gusta y has seguido desarrollando un talento natural. Eres tan guapa como imaginaba que serías y has cumplido treinta y dos años. ¿Y qué hay del amor, o de alguna persona significativa, o comoquiera que lo llaméis los jóvenes de hoy en día?
Maggie sintió la conocida punzada de dolor mientras decía:
—Estuve casada tres años. Se llamaba Paul, y había estudiado en la Academia de la Fuerza Aérea. Se mató en un vuelo de prácticas cuando acababan de seleccionarlo para un programa de la NASA. Hace cinco años. Creo que fue un golpe que nunca superaré. En fin, aún me cuesta hablar de él.
—Oh, Maggie. —Había todo un mundo de comprensión en su voz.
Maggie recordó que, cuando Nuala se casó con su padre, era viuda.
—¿Por qué tienen que pasar esas cosas? —Murmuró Nuala mientras sacudía la cabeza—. ¿Pedimos la cena? —añadió con tono más alegre.
Mientras comían acabaron de ponerse al día. Habían pasado veinte años. Nuala, después de divorciarse del padre de Maggie, se había trasladado a Nueva York. Fue de visita a Newport, se encontró con Timothy Moore —alguien con el que ya había salido cuando era adolescente— y se casó con él.
—Mi tercer y último marido —dijo—, un hombre absolutamente maravilloso. Tim murió el año pasado. ¡Lo echo tanto de menos! No era uno de los Moore más ricos, pero tengo una casa agradable en un barrio muy bonito de Newport, unos buenos ingresos y todavía sigo con mi afición a la pintura. Así que estoy bien.
Pero Maggie vio un breve parpadeo de inseguridad en su rostro y se dio cuenta de que, sin la expresión enérgica y alegre, aparentaba cada día de su edad.
—Nuala, toda la noche me has parecido muy preocupada.
—No; estoy bien, es sólo… Verás, el mes pasado cumplí setenta y cinco años. Hace años, alguien me dijo que a los sesenta uno empieza a despedir a los amigos o los amigos se despiden de ti, pero cuando se llega a los setenta sucede sin parar. Créeme, es verdad. Últimamente he perdido muchos amigos, y cada pérdida duele más que la anterior. Empiezo a sentirme un poco sola en Newport, pero hay una residencia magnífica (odio la palabra geriátrico) y estoy pensando en trasladarme allí. Acaba de quedar libre el tipo de apartamento que me interesa.
Después, mientras el camarero les servía el café, pidió con vehemencia:
—Maggie, ven a visitarme, por favor. Está sólo a tres horas de coche de Nueva York.
—Me encantaría —respondió Maggie.
—¿De veras?
Por supuesto. Ahora que te he encontrado, no voy a dejarte escapar otra vez. Además, siempre he querido ir a Newport. Por lo que sé, es el paraíso de los fotógrafos. En realidad…
Estaba a punto de comentar que la semana siguiente tenía tiempo libre y podía tomarse unas merecidas vacaciones, cuando oyó a alguien decir:
—Sabía que os encontraría aquí.
De pie, junto a ellas, estaban Liam y su primo Earl Bateman.
—Te has escapado de mí —dijo Liam.
Earl se agachó para besar a Nuala.
—Te has llevado a su chica; estás metida en un lío. ¿De dónde os conocéis?
—Es una larga historia —sonrió Nuala—. Earl también vive en Newport —le explicó a Maggie—. Da clases de antropología en el Hutchinson College de Providence.
Maggie pensó que no se había equivocado con lo del aire de intelectual.
Liam acercó una silla de la mesa de al lado y se sentó.
—Tenéis que permitirnos tomar una copa de sobremesa con vosotras —sonrió a Earl—. No os preocupéis en cuanto a Earl, es raro pero inofensivo. Su rama de la familia está en el negocio de pompas fúnebres desde hace cien años. Ellos entierran a la gente y él los desentierra. Es un demonio necrófago. Hasta gana dinero hablando de ello.
Maggie abrió los ojos mientras los demás reían.
—Doy conferencias sobre ritos funerarios de diferentes épocas —explicó Earl Bateman con una leve sonrisa—. A algunos les parece macabro, pero a mí me encanta.