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El sol del mediodía brillaba por encima de sus cabezas. Una brisa suave soplaba desde el Pacífico, llevándoles el aroma del mar. Hasta las azaleas destruidas por las ruedas del coche policial parecían estar reviviendo. Los cipreses, grotescos en la noche, parecían familiares y acogedores bajo los rayos del sol.

Juntos, Ted y Elizabeth observaron partir a Scott, y luego se miraron.

—Todo ha terminado —dijo Ted—. Elizabeth, apenas estoy empezando a darme cuenta. Puedo volver a respirar. No volveré a despertarme en medio de la noche para pensar cómo será vivir en una celda y cómo será perder todo lo que valoro en la vida. Quiero ponerme a trabajar otra vez. Quiero… —Y la rodeó con sus brazos—. Te quiero a ti.

«Adelante, Sparrow. Esta vez está bien. No pierdas el tiempo. Haz lo que te digo. Sois el uno para el otro».

Elizabeth levantó la cabeza y le sonrió. Le tomó la cabeza entre sus manos y le acercó los labios a su boca.

Casi podía oír a Leila cantando otra vez, tal como lo había hecho mucho tiempo atrás: «No llores más, my Lady…».