Elizabeth permaneció inmóvil cerca de la piscina hasta que la voz del instructor de gimnasia interrumpió la violenta impresión que le produjo la posible traición de Min. Se puso de pie y se dirigió hacia el edificio principal.
La tarde había cumplido la promesa de la mañana. El sol era cálido y no soplaba viento; hasta los cipreses parecían más acogedores con sus brillantes hojas inmóviles. Las petunias, geranios y azaleas, vivaces pues acababan de regarlas, se abrían a la tibieza del sol.
En la oficina de recepción, encontró a una empleada temporal, una muchacha de unos treinta años de rostro agradable. El barón y la baronesa habían ido al hospital de Monterrey para ofrecer su ayuda al marido de la señora Meehan.
—Están muy abatidos por ella. —La recepcionista parecía muy impresionada por lo preocupados que estaban.
«También estuvieron abatidos cuando Leila murió», pensó Elizabeth. Ahora se preguntaba cuánto del dolor de Min provenía de su culpa. Escribió una nota para el barón y la colocó en un sobre.
—Por favor, entréguele esto en cuanto regrese.
Miró la máquina de escribir. Sammy había estado usando esa máquina cuando, por alguna razón, entró en la casa de baños. ¿Y si realmente había tenido alguna especie de ataque que la había desorientado? ¿Y si había dejado la carta en la fotocopiadora? Min había bajado temprano a la mañana siguiente. Debió de haberla descubierto y la destruyó.
Cansada, Elizabeth regresó a su bungalow. Nunca sabría quién había enviado esas cartas. Nadie lo admitiría jamás. ¿Y por qué permanecía allí entonces? Todo había terminado. ¿Y qué haría con el resto de su vida? En la nota, Ted le decía que comenzara un nuevo y más feliz capítulo en su vida. ¿Dónde? ¿Cómo?
Le dolía mucho la cabeza. Se dio cuenta de que otra vez se había saltado el almuerzo. Llamaría para ver cómo seguía Alvirah Meehan y luego comenzaría a hacer sus maletas. Es horrible no tener ningún lugar adonde querer ir ni ninguna persona con quien querer estar. Sacó una maleta del armario, la abrió, pero se detuvo abruptamente.
Todavía tenía el broche de Alvirah. Estaba en el bolsillo de los pantalones que había usado al ir a la clínica. Cuando lo sacó y lo sostuvo en la mano, se dio cuenta de que era más pesado de lo que esperaba. No era una experta en joyas, pero era evidente que ese broche no era de gran valor. Le dio la vuelta y comenzó a estudiar la parte de atrás. No tenía el habitual broche de seguridad. En lugar de eso, había un implemento extraño. Volvió otra vez el broche para estudiar la parte de adelante. ¡La apertura del centro era un micrófono!
El impacto de su descubrimiento la dejó atónita. Las preguntas aparentemente inocentes, la forma en que Alvirah Meehan jugaba con el broche… Estaba orientando el micrófono para que captara las voces de las personas con quienes estaba. El bolso en su bungalow con el costoso cassette, las cassettes… Tenía que apoderarse de ellas antes de que otro lo hiciera.
Llamó a Vicky.
*****
Quince minutos después, estaba de vuelta en su bungalow, con el cassette y las cassettes de Alvirah Meehan. Vicky parecía preocupada y temerosa.
—Espero que nadie nos haya visto entrar allí —le dijo.
—Le entregaré todo al sheriff Alshorne —la tranquilizó Elizabeth—. Sólo quiero estar segura de que no desaparezcan si el marido de la señora Meehan se lo cuenta a alguien. —Elizabeth aceptó un té con un emparedado. Cuando Vicky regresó con la bandeja, la encontró con los auriculares puestos, tomando notas mientras escuchaba las cintas.